I – El alma de los vientos

Notas al programa

27 octubre 2024

El espíritu y el yo

Juan Francisco de Dios Hernández
Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid

Bienvenidos a un acto de espiritualidad sonora. Frente a nosotros se desplegará en breve uno de los eventos creativos y espirituales más antiguos y propios de la cultura occidental. La escucha atenta, que comenzará a incidir al mismo tiempo en nuestras emociones y en nuestro cerebro, provocará una oleada arrolladora de sensaciones que superará con creces la simple condición o credo. 

Existen retos atemporales frente a los cuales los creadores más ilustres se han tenido que enfrentar tarde o temprano. El subgénero de la misa musical es, sin duda, uno de esos hitos frente a los cuales los compositores han revelado sus virtudes desde hace ocho centurias. Pero no es menos cierto que ese ceremonial cuyo objetivo se centra en el diálogo con la divinidad, existe desde que el ser humano observa lo que es inmarcesible, es decir, lo que no se puede marchitar y tiende, por tanto, a la eternidad. 

En breve, el escenario se llenará de voces e instrumentos de viento. Sí, disfrutaremos de todo un elogio del aire, de lo etéreo, de todo aquello que tiene una natural tendencia a subir. Aquí se fundamenta la muy occidental costumbre de mirar arriba buscando respuestas. El uso del coro, de lo vocal, en definitiva, en el universo sonoro de la música religiosa es algo muy ligado a la tradición occidental desde la propia definición de la oración como un acto de intimidad oral. Pero no lo es tanto el uso de un conjunto de instrumentos de viento para contrapesar esa vocalidad connatural. El primer reto acústico que resolveremos será el equilibrio entre las voces y el conjunto instrumental. Asistiremos a dos soluciones separadas por casi ochenta años (la misa bruckneriana data de 1866 y la stravinskiana, que comenzó en 1944, se completó en 1948), pero entre ambas obras hubo varios terremotos sonoros.

El género musical de la misa está obviamente ligado a la ceremonia de la Eucaristía, una estructura que se fue consolidando con la propia Iglesia cristiana. Fue la difusión completa de la ceremonia la que llevó a considerar que la música era el mejor garante de la memorización del rito. Sus dos variantes: el Propio (festividades y ocasiones concretas) y el Ordinario (de uso diario), quedaron establecidas como normativas. Ya desde el siglo IX, sin estar aún asentado en Europa el rito unificado –hemos de recordar que con la disolución del Imperio Romano proliferaron tantos ritos como identidades nacionales– comenzaron los añadidos a la norma del canto y, más adelante, la aparición de la polifonía. Primero se presentaron partes del Ordinario de forma polifónica (Códice Calixtino (XII) y Códice de las Huelgas (XIV), entre otros libros). Pero no será hasta tiempo después cuando encontremos las primeras misas musicales polifónicas (Machaut, 1365). Los propios compositores posteriores comenzaron a preferir las partes del Ordinario, quedando el Propio más ligado a la monodia o a los primeros organum

Y después de recorrer este camino llegamos a las partituras que están sobre los atriles de nuestros músicos. Porque las misas del Ordinario poseen una estructura perfectamente establecida en sus textos y sus movimientos, lo que implica un desarrollo de los acontecimientos más o menos previsible. Tanto Bruckner como Stravinsky optaron por asumir el Ordinario de la misa con sus secciones: Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus y Agnus Dei. Textos bien conocidos y que contaban con obras maestras en el pasado más cercano. 

La historiografía musical ha tratado profusamente la espameiritualidad de algunos de sus grandes protagonistas, pero pocos aparecen tan ligados a ella como el austríaco Anton Bruckner (1824-1896). Inmersos en su segundo centenario, el tratamiento de la vida y la obra del compositor de Ansfelden no ha hecho sino crecer con el tiempo. Si bien su carrera como compositor arrancó de forma tardía –ya entrada la década de los años 60 del siglo XIX frisando los cuarenta años–, Bruckner desarrolló un gran catálogo tanto en el mundo sinfónico como en el religioso. En ambos fue capaz de elaborar un discurso en el que convirtió la carnalidad del sonido wagneriano y la herencia beethoveniana en un espacio capaz de suspender el tiempo y lanzar el alma hacia el infinito. Trabajó incansablemente por mantenerse lejos del ruidoso enfrentamiento entre los rapsódicos, modernos y teatrales (Liszt, Wagner…) y los conservadores o absolutos (Schumann, Brahms…). Bruckner fue el compositor que unió ambas facciones, proponiendo un sonido moderno y formalmente complejo, al servicio de la música pura y universal. Encontraremos en el sonido bruckneriano colores medievales junto a armonías extremas, secuencias melódicas casi modales y populares junto a discursos sonoros aristados y densos. 

Hasta en seis ocasiones Anton Bruckner se enfrentó a la misa, dos de ellas en su formato breve y una solemne. Curiosamente sus tres misas usuales, y como tales así nombradas y catalogadas, provienen de la década de los años 60, concretamente de 1864-1866-1868. La segunda misa, compuesta en 1866 por indicación del obispo de Linz Franz Joseph Ruidiger, fue el segundo encargo que recibió Bruckner de dicha ciudad motivada por la construcción de una nueva capilla en la flamante catedral. La particularidad es que la música se adelantó a la construcción y la misa no se estrenó hasta tres años después interpretándose al aire libre. Durante este tiempo, el propio Bruckner continuó con su proceso de búsqueda personal. Son muy famosas las revisiones y versiones diferentes de sus obras, como las tres versiones diferentes de sus sinfonías tercera y cuarta. Por supuesto, las misas fueron estudiadas igualmente. La que nos ocupa, segunda en el catálogo, comenzó a revisarse tanto para el estreno como posteriormente, si bien la más importante se completó en 1882, resultando ligeramente más larga (26 compases añadidos) y una escritura más clara y definida. Esta es la versión más extendida. 

Frente a la primera misa, compuesta para una plantilla instrumental más ortodoxa, con un cuarteto vocal solista, coro, orquesta y órgano, la segunda supuso todo un reto creativo. Nos encontramos con un coro a ocho, donde se doblan cada una de las cuatro partes habituales, apoyados por un conjunto instrumental formado por quince instrumentistas de viento (oboes, clarinetes, fagots y trompetas a dos junto a cuatro trompas y tres trombones). La presencia de la masa coral dispuesta en ocho partes nos retrotrae al renacimiento italiano, algo que sonará literalmente con una cita de la Missa Brevis de Palestrina. Pero igualmente encontraremos otras estructuras formales que supondrán toda una revisión del pasado, como la fuga o el trabajo puramente vocal alternando la homofonía (todos cantan el texto al mismo tiempo garantizando su inteligibilidad) y el contrapunto (libertad en la disposición del texto). Es por tanto una obra que presenta una personalidad sonora muy marcada tanto desde un punto de vista sonoro como estructural.

Efectivamente el Kyrie, compuesto en la tonalidad genérica de mi menor, se presenta de forma marcadamente vocal. La exposición del primer tema por parte de las voces femeninas está solo apoyada puntualmente por las trompas tomando inmediatamente el testigo las voces masculinas. El contrapunto se hará con el discurso sonoro, que continuará de forma casi exclusivamente vocal con la introducción de las referidas trompas y los trombones, siempre en disposición de apoyo armónico.

Será en el Gloria cuando el viento asuma un mayor protagonismo. El uso de instrumentos, voces incluidas, que presentan sus líneas con las medidas de la respiración humana permiten al compositor incluir al escuchante en el mismo proceso. El segundo movimiento tiene varios tempi que se corresponden con el texto al que sirven. El Gloria transita ágil frente a la introspección del qui tollis (tú, que quitas el pecado del mundo) para iniciar una compleja fuga donde el sujeto va pasando tanto por voces como instrumentos en la línea de los Amén puramente contrapuntísticos del pasado musical.

Será la luminosidad de do mayor la que sirva para arrancar el Credo, nuevamente dividido en dos secciones muy claras: una inicial, brillante y energética y una segunda donde recuperamos el clima puramente vocal del Kyrie. Estamos ante un trabajo estético de convivencia entre el pasado y el presente buscando una fusión entre ambos mundos al servicio de una creación que tiende a la atemporalidad.

Normalmente geminado en Sanctus y Benedictus, es uno de los momentos culminantes de las misas musicales. El contraste entre ambas oraciones ha dejado grandes obras maestras de la historia musical. Bruckner recurre a las tonalidades desde de sol mayor y do mayor, perfectamente relacionadas en una alternancia fuerte. Estamos frente a uno de los momentos más bellos y de la obra, en la que el contrapunto vence con su cruce incesante de líneas y el dominio del la colgado en el cielo por las sopranos. Frente al esplendor vocal, la sección Benedictus nos introduce en el mundo de los diálogos entre trompas, oboes y clarinetes con el coro para redondear una sonoridad más homofónica.

Culmina esta segunda misa bruckneriana un muy espiritual Agnus Dei en el que el compositor austríaco elabora un discurso comedido, plagado de sutilezas que se expande con naturalidad en un clima de equidad entre las partes, donde las voces e instrumentos elaboran un tamiz en el que el texto es tratado con sabiduría como garante de belleza. Si bien el compositor fue criticado por el uso de conjunto instrumental y la ausencia de solistas vocales, es precisamente esa singularidad la que hace que esta segunda misa de Anton Bruckner sea una de las más interpretadas de su autor y una de las grandes obras maestras del género.

Mientras Bruckner revisaba la segunda misa en 1882 en pleno ocaso de un estilo tan musical como el romanticismo, nacía en Oraniembaum, actual Lomonósov (San Petersburgo), Igor Fyodorovich Stravinsky, creador clave en la consolidación de las vanguardias musicales. La altura de Stravinsky como creador se confundió en vida con su afán de notoriedad y trascendencia. Desde su llegada a Estados Unidos (nacionalizado en 1945) se atribuyó un puesto semejante a Picasso o Le Corbusier como uno de los grandes creadores de su siglo. Tras una formación ortodoxa desde los parámetros del nacionalismo romántico ruso de su maestro Rimsky-Korsakov, fue Serguei Diaghilev y la fundación de los Ballets Rusos la que le puso en la primera línea de las vanguardias parisinas. Su estilo percusivo, primitivista y agresivo se convirtió pronto en una característica a la que renunció o fue apeado por otros compositores más jóvenes (Prokofiev o Mossolov). Buscando un estilo que contrastase con el complejo atonalismo defendido por su némesis Arnold Schönberg, Stravinsky dio con una suerte de neoclasicismo, primero afrancesado y auspiciado por Riviere contra Debussy y poco a poco cada vez más definitorio y autónomo. El neoclasicismo de Stravinsky no implicaba un movimiento reaccionario, sino que trataba de dirigir la creación musical a un espacio de pureza abstracta, alejada de la carnalidad romántica y sus epígonos expresionistas. Inmerso en aquel desarrollo estético que dio con un puñado de obras maestras –indiscutiblemente abanderadas por el Concierto para clave (1926) de Manuel de Falla– afrontó Stravinsky la creación de su Misa inspirado por una reconversión espiritual. Pese a su inicial educación ortodoxa, el joven Stravinsky no desarrolló un catálogo religioso hasta su regreso al cristianismo tras las pérdidas familiares que sufrió en 1939. Desde ese momento, el compositor ruso comenzó a converger su estilo limpio y la claridad de sus texturas hacia el terreno religioso. 

Pese a ser un compositor de prestigio mundial, Igor Stravinsky comenzó a componer su Misa por motivación creativa, sin encargo alguno. Se trató por tanto de un acto de necesidad tanto espiritual como compositiva. El pretexto esgrimido por el autor fue el encuentro con algunas misas mozartianas en una librería de viejo. Aun siendo la Sinfonía de los Salmos (1930) un precedente en el estilo y el uso de la temática religiosa, la Misa será una de sus producciones definitorias en este subgénero. El estilo neoclásico, de una tendencia estética más sencilla que la de sus coetáneos, asumió la funcionalidad de la música como un elemento fundamental. Stravinsky creará su misa con el objetivo de servir, no como un acto simplemente artístico sino espiritual.

Stravinsky comenzó la composición de una misa desde el Ordinario a fines de 1944. Curiosamente los trabajos comenzaron por el Gloria para seguir con el Kyrie, completados antes del fin de aquel año. Al no existir una fecha de entrega, el compositor dedicó su tiempo a obras que le reportarían más beneficios económicos, como su Sinfonía en tres movimientos (1942-1945), Concierto Ebony (1945), el Concierto in re mayor (1946) o el ballet Orpheus (1947), todas ellas compuestas bajo encargo. No fue hasta terminar el ballet junto a Balanchine cuando retomó el trabajo de su Misa. Entre otoño de 1947 y marzo de 1948 terminó el resto de las secciones de esta obra para la que Stravinsky uso, paradójicamente, una plantilla instrumental semejante a la que Anton Bruckner había escrito su segunda misa. En esta ocasión, el compositor ruso pide un coro del que puntualmente surgirán varios solistas un conjunto instrumental con dupla de oboes, fagotes y trompas junto a un corno inglés, y tres trombones (uno de ellos bajo). Stravinsky incluyó en la partitura la posibilidad de que las secciones de soprano (discanti) y contralto (alti) pudieran ser interpretadas por niños.

Estructuralmente Stravinsky presenta un plan basado en las texturas sonoras perfectamente establecido en forma de espejo. Los movimientos extremos, Kyrie y Agnus Dei, desarrollan la homofonía al servicio de la inteligibilidad del texto vehiculado con una gran riqueza armónica, rítmica –frecuentes cambios de tiempo que subrayan cada palabra– y melódica. El Agnus Dei presenta la particularidad de mostrar una estructura de alternancia entre el ritornello instrumental y las secciones vocales solas. Mientras tanto, los internos, Gloria y Sanctus, abogan por el contrapunto más claro y un espacio armónico más diatónico y estable que nos recuerda en ocasiones a la polifonía medieval de los motetes de Desprez o Dufay en un ejercicio de arcaísmo luminoso. El momento clave de la obra se produce en el movimiento central, Credo, ostensiblemente más largo que los demás, en el que el texto gana un extraordinario protagonismo. El conjunto instrumental adopta sonoridades organísticas, mientras que el coro presenta el texto en homofonía en una recurrencia sobre notas iguales, que descansan en el Amén. El propio compositor escribió: “… Uno compone una marcha para ayudar a los soldados, así que mi Credo, espero que sirva como ayuda al texto… Hay mucho en lo que creer…”.

Dos estilos, dos miradas diferentes a un evento ancestral que se renueva. Un Bruckner que mira hacia arriba buscando inspiración para el alma, lleno de sonoridades inefables, de juegos homofónicos y contrapuntísticos, un pequeño resumen de la historia de la espiritualidad sonora. Pero también un Stravinsky que lanza su mirada hacia atrás para proyectarse hacia adelante en busca de la identidad propia. Románticos, neoclásicos, arcaizantes, modernos, vitales… profundos. El espíritu y el yo.