El universo sinfónico de Mozart siempre estuvo, de alguna manera, ligado a sus idas y venidas por Europa para intentar definir su presente… y su futuro. También sus últimas sinfonías ya en Viena. En todas ellas depositó las influencias y vivencias experimentadas en Austria, por supuesto, así como en Italia, Alemania o Francia. Ya desde su más tierna infancia, junto a su hermana Nannerl, mientras eran exhibidos de ciudad en ciudad por su padre. Sin embargo, la sinfonía que hoy nos ocupa, la K.297, surgió de un devenir bien diferente, pues en este camino iniciado con apenas 20 años le acompañó, por primera y última vez, su madre.
En 1778, tras unos años de sequía sinfónica, aunque no por ello compositiva –el Concierto para oboe, K.341 o el Concierto para piano, K.271 son sólo algunas de las obras que escribió el año anterior–, la búsqueda de encargos parisinos resulta prácticamente infructuosa y el trazado plan paternal para hacer negocio en la Ciudad de la Luz se frustró por completo, sentenciando una vez más la inestabilidad económica que acompañó al compositor hasta el final de sus días, poco más de una década después.
Ocupado el padre, durante este viaje será su madre quien se le una. Tras pasar por Múnich y Mannheim, llegan a París, donde malvivirán en fríos y húmedos hostales. En uno de ellos morirá, enferma, apenas dos semanas después del éxito obtenido por su hijo con el estreno de la Sinfonía nº31, K.297. No parece que podamos encontrar en su música el reflejo de la preocupación por su madre en aquellos meses –si es que la hubo–, pues el carácter del genio musical era otro. Y al fin y al cabo esta sinfonía era el encargo específico de una institución musical como el Concert Spirituel. Debía ser una obra canónica, hecha para gustar. Mientras que sí podemos intuir rasgos de turbación en otras partituras inmediatamente posteriores como la Sonata para piano en la menor K.300d, la sinfonía apodada más tarde como “París” significó ese mundo, esa forma de ver la vida más liviana que con frecuencia se suele asociar a Mozart.
Con escritura luminosa y de estructura académica, en ella el autor dispuso la mayor plantilla orquestal que había utilizado hasta la fecha, incorporando por primera vez los “modernos” clarinetes a su sección de maderas. Consta de tres movimientos estructurados alla italiana, en un orden rápido – lento – rápido, como desarrollo de la obertura del Clasicismo y omitiendo el tradicional minueto, cuya demanda era mucho menor en Francia.
«En medio del Allegro de apertura había un pasaje que sabía que a la gente le agradaría. Todo el público se dejó llevar por él y hubo fuertes aplausos. Sabía cuando lo compuse qué tipo de efecto generaría, así que lo introduje también al final, con el resultado de que fue bis”. Son palabras que Mozart escribió en una de sus famosas cartas a su padre. En ellas podemos apreciar que el músico sabía lo que se hacía… y lo que necesitaba. Un clamoroso éxito. Con una instrumentación que, además, incluía timbales, trompetas, trompas, fagotes, oboes y flautas, la sinfonía se abre con toda la plantilla tocando los primeros acordes al unísono, con la clásica forma sonata y dos primeros temas contrastados. El primero resulta solemne, mientras que el segundo aparece con un carácter más despreocupado. La atmósfera inicial regresará, como apuntaba Mozart, al final del movimiento.
En el Andantino central, la panoplia de ideas expuestas por Mozart resultó contar con, al parecer, demasiada información para el director del Concert Spirituel, quien consideró que al público parisino le sería muy complicado entenderlo, por lo que pidió al autor que lo cambiase por uno más sencillo. Así hizo Mozart, transformándolo en un Andante con ligeros cambios que apenas trastocan la esencia del movimiento. No obstante, el original es el que suele interpretarse actualmente y el que escucharemos esta noche, con dos temas más introvertidos, expuestos elegantemente y sin perder ese punto mozartiano de ligereza en su escritura.
El Allegro conclusivo se inicia aparentemente sosegado, aunque de nuevo y rápidamente se alcanzará el contraste absoluto, buscando el efectismo por parte del compositor, con un tutti en forte de la orquesta precedido de los violines en solitario (Mozart contaba a su padre que hizo tocar sólo a dos de ellos en París). El resultado es ricamente expresivo y enérgico, poniendo en valor a las maderas y jugando con el ritmo sincopado. ¿Podríamos decir que asistimos a una suerte de Sturm und Drang? ¿O simplemente escuchamos a Mozart divirtiéndose? Lo que parece evidente es que aquí, por lo pronto, quienes nos vamos a divertir somos nosotras y nosotros. En el histórico Mercure de France, un crítico escribió al año siguiente: “Notamos en las dos primeras partes un gran carácter, una gran riqueza de ideas y motivos bien seguidos con respecto a la tercera, donde brilla toda la ciencia del contrapunto. El autor obtuvo los aplausos de los aficionados de un género musical que puede interesar a la mente, sin llegar nunca al corazón”. ¡Los críticos, amigos!
Como diría tiempo más tarde Victor Hugo sobre la capital francesa: “Quien contempla las profundidades de París se siente presa del vértigo. Nada es más fantástico. Nada es más trágico. Nada es más sublime”. No cabe duda de que a Mozart le tocó vivir la cara b de esa ciudad palpitante que te lo puede dar todo, y también arrebatártelo. Máxime a las puertas de la Revolución. De vuelta irremediablemente hacia Salzburgo, donde su padre seguía haciendo malabares sociales y presionándolo para tener una vida y un posicionamiento con el que no terminaba de sentirse cómodo –incluidas violentas confrontaciones con su mecenas, el arzobispo Colloredo–, Mozart terminó por trasladarse a Viena, donde esperaba alcanzar la tan ansiada independencia económica y, con ella, su libertad como artista. Wolfgang mirando hacia el futuro, hacia el Romanticismo, ya no sólo en las coordenadas formales de algunas de sus últimas partituras, sino aspirando a ideales que los compositores aún tardarían unas décadas en alcanzar.
Durante esta época, Mozart destacaría muy especialmente como autor lírico, por descontado con la ópera –no siempre recibida con entusiasmo–, pero también con partituras sacras como aquel Requiem que no pudo terminar al fallecer o la también inconclusa Misa en do menor, que se ofreció en su estreno (26 de octubre de 1783 ?) – con fragmentos de misas anteriores (faltan partes del Credo y todo el Agnus Dei). Si la muerte de su madre no le marcó especialmente, sí lo hizo de forma positiva su matrimonio con la soprano Constanze Weber, quien participó en el estreno de esta K.427. Fue escrita, de hecho, como una suerte de voto nupcial, siendo la primera que llevó al papel pautado por cuenta propia, sin que se tratara de ningún encargo y que vio la luz en la Iglesia de San Pedro, pues la Catedral de Viena estaba bajo el manto de su enemigo Colloredo. Para este, quien se negó a firmar el despido del compositor, Mozart seguía siendo un vasallo a la fuga.
Para su orquestación, el genio vuelve a desprenderse de los clarinetes respecto a la sinfonía que acabamos de enunciar y añade trombones y órgano. Además de dos sopranos, tenor, bajo y coro. Pero, tal y como apuntan diversos expertos mozartianos: ¿por qué una misa? ¿por qué una obra como esta en el preciso instante en que intentaba ser independiente? ¿por qué no otra pieza para intentar abrirse camino en esta recién inaugurada etapa? Lo que hemos recibido de ella se erige como un auténtico monumento sacro, cuasi arcaico, máxime en comparación con obras más ligeras, luminosas y experimentales como puede ser la misma Sinfonía nº31. Desde la actualidad podemos dar por hecho que Mozart no fue nunca un perfecto hombre de negocios y en numerosas ocasiones, como esta, prefirió anteponer lo personal a lo profesional. Necesitaba mostrar ante Dios –él, irónicamente con toda su masonería sobre los hombros– su amor por Constanze. Curiosamente fue el viaje de presentación de su mujer a Salzburgo lo que, parece, paralizó su trabajo compositivo: “Como testigo de mi promesa ahí está la partitura de media misa sobre mi escritorio”, escribió a su padre… quien por cierto siempre se opuso al casamiento.
Por aquel entonces, además, ya había conocido a Franz Joseph Haydn, a quien terminaría dedicándole una serie de cuartetos de cuerda y, al mismo tiempo, se había sumergido en el estudio de la música del Barroco, que había caído en demodé por entonces (recuerden a Mendelssohn recuperando la música de Johann Sebastian Bach). De este último realizó algunas transcripciones de su Clave bien temperado y le inspiró para una serie de fugas, llegando su influencia hasta la Misa en do menor, del mismo modo que le sucedió con la música de George F. Haendel. Mozart, emocionado por las músicas del pasado, se paró por un momento a contemplarlas y reflexionarlas. Como producto de todo ello disfrutamos de esta magna partitura.
La Misa contiene intrincadas partichelas para los cantantes, especialmente para las sopranos. A menudo se alude a la escritura del de Salzburgo como un bálsamo para la voz, pero lo cierto es que su pluma era verdaderamente exigente en su música sacra, como es el caso, con tremendos saltos interválicos, coloraturas y notas bajas y agudas en extremo. Asimismo, a pesar de que la obra coral nunca fue el principal foco de atención para Mozart, este nos regala aquí páginas verdaderamente expresivas. Escuchen, sin ir más lejos, las fugas bachianas incluidas en el Kyrie, así como el contraste creado entre su final, apesadumbrado, atenuado y el comienzo del Gloria, con total fuerza y energía. Podemos sentir cómo emerge la indudable influencia del Messiah de Haendel. En el Qui Tollis volvemos a escuchar a Bach… mientras todo presenta, verdaderamente, un corte operístico, dramático en las voces solistas, que llegan a interactuar en dúos y tríos. El Gloria finaliza con marcados contrastes y vivas secciones orquestales. Escuchen, por favor, la “colisión cohesionada” entre los últimos compases del Jesu Christe y el comienzo del Cum Sancto Spiritu.
Así, en sentido estricto Mozart sólo completó el Kyrie y el Gloria, bosquejando también el comienzo del Credo, el Sanctus, el Hosanna y el Benedictus (a los que faltaba el segundo coro). No así del resto del Credo y el Agnus Dei. Seguramente por no encontrarse completa, la Misa en do menor, K.427 –que el propio autor utilizó más tarde como refrito en su oratorio Davide Penitente– no volvió a interpretarse hasta que se editó publicada, con los materiales que Mozart dejó escritos hasta mediados del siglo XIX. Con todo, para dotar de mayor homogeneización a la música como obra completa, diversas son las ediciones que han tratado de cohesionar los compases escritos por el autor. En esta ocasión, la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid se valdrá de la propuesta musicológica de Franz Beyer, presentada en 1989. Anteriormente, durante la década de los setenta del pasado siglo, se hizo cargo de completar el famoso Réquiem mozartiano.
El Mozart que se buscaba la vida, atendiendo a los encargos debidos para salir adelante, con obras académicas que pretendían satisfacer a quienes escuchamos, frente al Mozart más independiente, el que busca su propia catarsis personal. El que disfruta la música, bucea en ella, retuerce la forma o se pliega al canon. Dos Mozart que se dan la mano en dos vertientes bien diferentes y que conforman a un genio irrepetible que nos llevará una noche más, a buen seguro, hacia el paroxismo del disfrute.