VI – La cantata del pecado

Notas al programa

17 febrero 2025

Música para conjurar tiempos oscuros

Rafael Fernández de Larrinoa
Musicólogo y profesor de análisis musical

En un artículo publicado en la revista Ritmo en 1975, un célebre crítico musical español difundía en nuestro país un bulo tan burdo como sugestivo. Según éste, durante los días que sucedieron a la entrada triunfal de Adolf Hitler en Viena tras la anexión austríaca de 1938, los nazis habrían obligado al compositor Anton Webern a escuchar de pie y aplaudir los Carmina Burana de Carl Orff. Esta patraña se valía de la figura de Webern, apóstol y mártir de las vanguardias de la posguerra europea, para mancillar —Hitler mediante— la obra de Orff, denostado por estas mismas vanguardias por su lenguaje musical pretendidamente reaccionario. La trivialización del mal en la que incurría esta invención es digna de un comentario aparte, al presentar la humillación supuestamente infligida a Webern por los nazis (recordemos: no solo por obligarle a “escuchar de pie” la obra de Orff, sino también por obligarle a “aplaudirla”) como una más de las infinitas y abyectas derivadas del sadismo nazi, al tiempo que distorsionaba las verdaderas trayectorias y complicidades políticas de ambos compositores, generando una narrativa tan simplista como tendenciosa. Por sus sesgos y su descaro, el bulo constituye también un elocuente ejemplo de las luchas de poder que se libran en el ámbito musical para arrogarse la legitimidad del relato y asegurarse un puesto de honor en la memoria cultural. 

Las evidencias que sustentan este embuste son escasas, pues no ha quedado rastro alguno de la interpretación en Viena de la célebre cantata profana de Orff en la improbable fecha (por temprana) de 1938. En cuanto a Webern, dicho sea de paso, tampoco fue un mártir del nazismo, ni siquiera un disidente silencioso. Más bien al contrario, la monumental biografía de Hans Moldenhauer publicada en 1971 reveló que, con respecto a la anexión de Austria, Webern no fue obligado por los nazis a presenciar ningún concierto, sino que abandonó un ensayo para sumarse a la bienvenida que las masas tributaron al Führer en su triunfal desfile sobre la capital del Danubio. Sirva esta heterodoxa introducción para presentar dos de los protagonistas de este concierto –Carl Orff y Viena, ciudad homenajeada en la ópera El Caballero de la rosa–, así como alguno de los debates en torno a la modernidad que pusieron en su punto de mira, en diferentes momentos históricos y con distintos matices, tanto a Orff como a Strauss.

El caso de Richard Strauss (1864-1949) resulta especialmente llamativo con respecto a estas cuestiones, pues durante aproximadamente las dos primeras décadas de su carrera artística (entre 1888 y 1909, años de estreno de Don Juan y de Elektra, respectivamente) este compositor alcanzó un indiscutible estatus como punta de lanza del modernismo musical germánico. En particular, Elektra marcó un hito absoluto por la violencia de su partitura y el audaz empleo de la disonancia y la atonalidad. Sin embargo, su siguiente ópera, El Caballero de la rosa (1911), planteó un sorprendente giro en su trayectoria por la exuberancia neorromántica de su partitura y la inspiración dieciochesca de su libreto, una comedia concebida como un homenaje a Las bodas de Fígaro de Mozart, pero cuya trama se inspira más bien en el Tom Jones de Philidor, y que al mismo tiempo constituye un anacrónico homenaje al vals vienés (conviene aclarar que la línea familiar de Richard Strauss no guarda relación alguna con la del «rey del vals»). El giro estilístico operado por Strauss en El Caballero de la rosa resultó ser definitivo, lo cual le convirtió a ojos de una nueva generación de críticos en un “renegado” del progreso, una reliquia musical propiciatoria de toda clase de actitudes condescendientes y comentarios sarcásticos, como el que Stravinsky dedicó a esta ópera, a la que describió como “una opereta que cuando es Richard, suena a Wagner, y cuando es Strauss, suena a Johann”.

La suite de concierto de El Caballero de la rosa incluida en este programa fue compuesta mucho tiempo después de estos felices años; tras haber sido encumbrado como el compositor vivo más importante del Tercer Reich y ser testigo del colapso material y moral de la nación y la cultura alemanas. La relación de Strauss con el régimen nazi no fue, sin embargo, sencilla: la esposa de su único hijo era judía, de modo que gran parte de la aparente aquiescencia del compositor con el Partido Nazi se explica por sus esfuerzos por proteger la vida y la seguridad de su nuera y de sus nietos, siempre pendientes de un hilo. Ensamblada en 1945, probablemente por Artur Rodziński (director de la Filarmónica de Nueva York), la suite fue aprobada por Strauss y publicada en su nombre, en un momento en que el compositor se enfrentaba a las estrecheces de la posguerra.

La suite encadena cinco importantes episodios de la ópera: el impetuoso preludio del primer acto, trasunto de las lides amatorias del joven Octavian y la madura Mariscala; la resplandeciente y lírica escena de la petición de mano de Sophie; el vals que acompaña los enredos de la intrigante Annina junto al barón Ochs para organizarle una cita clandestina; el extático y agridulce trío en el que Sophie, Octavian y la Mariscala aceptan sus respectivos destinos; y, finalmente, una brillante recapitulación del vals anterior a modo de coda. Estos episodios, más allá de los detalles de la trama, constituyen una poética plasmación musical de los ejes de esta comedia, que confronta el entusiasmo y la impulsividad juveniles con la capacidad de renuncia, considerada como la máxima expresión de sabiduría alcanzable a medida que nos aproximamos a la vejez, encarnada en la figura de la Mariscala.

Estrenada en Fráncfort en 1937, la cantata escénica Carmina Burana de Carl Orff (1895-1982) ostenta el dudoso honor de ser la obra musical compuesta y estrenada en la Alemania nazi cuya fama se ha demostrado más universal y duradera, un mérito que ninguna obra compuesta por Richard Strauss durante este periodo podría reclamar para sí misma. Recibida con reservas por la crítica nacionalsocialista, la obra comenzó a escalar puestos a partir de una reposición realizada en 1940, convirtiéndose eventualmente en una obra de referencia para las asociaciones juveniles nazis, y asegurando a su autor el ingreso en la exclusiva lista de los Gottbegnadeten (dotados con la gracia de Dios), artistas destacados del Tercer Reich seleccionados por Joseph Goebbels en noviembre de 1944, y que incluía también, cómo no, a Strauss.

Como hemos visto a través del bulo comentado al inicio de este texto, las maledicencias con respecto a las posturas políticas de Carl Orff encontraron un terreno abonado en determinados sectores de la crítica musical, que intentaron menoscabar (infructuosamente) el inapelable éxito de los Carmina Burana durante los años de la posguerra. Sin embargo, y de acuerdo con el historiador Oliver Rathkolb, ni el compositor bávaro ni la obra que sustenta su fama pueden considerarse afines a la ideología nazi. Catalogado como “antinazi pasivo” por este investigador, Orff hubo de ocultar celosamente la condición de judío de su abuelo paterno para evitar ser considerado “mestizo de segundo grado” según las ignominiosas jerarquías raciales promulgadas por las Leyes de Núremberg de 1935. Aunque no militó en el partido ni declaró jamás afinidad por sus principios ideológicos, ello no le impidió buscar acomodo dentro del régimen, venciendo los prejuicios expresados contra su música desde diversas instancias culturales nazis y alcanzando eventualmente el reconocimiento artístico, gracias al éxito de sus Carmina Burana, a la tardía edad de 42 años. 

Como han puesto de manifiesto recientes estudios, la estética de Carl Orff no refleja en ningún caso los valores supremacistas del Tercer Reich, sino que está anclada en los ideales pedagógicos y artísticos de la República de Weimar, el convulso periodo de libertades que antecedió al régimen nazi. A este respecto, conviene recordar que, en 1924, Orff había fundado junto a la bailarina Dorothee Günther la Escuela Günther de Múnich, dedicada a la integración de gimnasia, danza y música, y en la que desarrolló los fundamentos de la pedagogía musical Orff-Schulwerk. Este método, pensado específicamente para niños, combinaba movimiento, lenguaje y música y reflejaba los ideales progresistas de su tiempo, orientados a democratizar la enseñanza de las artes.

Orff también participó activamente en los festivales de música contemporánea celebrados en Múnich entre 1929 y 1931 bajo la dirección de Hermann Scherchen, notorio antifascista. En estos encuentros pudo familiarizarse con obras vanguardistas de autores denostados por los nazis, como el Lehrstück de Paul Hindemith y Bertolt Brecht, La historia del soldado y Oedipus Rex de Stravinsky, o El vuelo de Lindbergh de Kurt Weill y Brecht. En particular, su participación en el montaje de la ópera escolar Der Jasager, también de Weill y Brecht, es una muestra de su afinidad con proyectos de estas características. Es decir, la naturaleza didáctica de estas iniciativas encajaban plenamente con el compromiso de Orff con una música concebida no solo como experiencia estética, sino también como herramienta democratizadora de la cultura.

Junto a su inclinación pedagógica y su afinidad con la vanguardia musical, el interés de Carl Orff por la música antigua constituye el tercer vector fundamental que anima su obra. Durante la década de 1920, en paralelo al auge del neoclasicismo internacionalizado por Stravinsky, Orff realizó arreglos y ediciones de obras olvidadas de Claudio Monteverdi, como L’Orfeo, el Lamento d’Arianna y el Ballo dell’ingrate, llevándolas nuevamente a los escenarios. Más tarde, como director de la Sociedad Bach de Múnich en 1932/33, exploró el repertorio barroco con obras como la Historia de la Resurrección de Jesucristo de Heinrich Schütz y la Pasión según San Lucas atribuida (de forma apócrifa) a Bach, cuya puesta en escena, enriquecida con proyecciones de xilografías medievales, fue elogiada por su carácter innovador. Todos estos factores cristalizan en los Carmina Burana, obra iniciada en 1935 que combina la inclinación de Orff por la música antigua con una vocación netamente contemporánea. Basada en un códice medieval del siglo XIII, esta cantata escénica tomó como base textos goliardescos llenos de sátira, referencias clásicas y críticas al clero, que recrea un lenguaje sonoro inspirado en la música medieval desde una perspectiva modernista.

La partitura de Carmina Burana destaca por el uso de una tonalidad de naturaleza modal, extremadamente simple. Esta “pobreza” tiene como propósito recrear un lenguaje musical primitivo y ancestral, mediante la actualización de técnicas musicales propias de las primeras formas de la música occidental, como la monodia, el organum o el discanto, así como efectos antifonales y responsoriales, característicos de la tradición litúrgica. Se ha señalado también la influencia del folclore bávaro, en especial del infantil, en la confección de las melodías. Por su parte, el primitivismo stravinskiano es perceptible en diversos planos de la composición; no solo en el rítmico, sino también en el concepto global de la obra, basado en una idea teatral abstracta y estilizada, casi ritualística. La orquestación, con protagonismo de una variada gama de instrumentos percusivos –desde los pianos, la celesta y los instrumentos de láminas, hasta un variado catálogo de idiófonos y membranófonos de altura indeterminada–, nos remite, de forma más específica, a la cantata-ballet Las bodas del compositor ruso.

Desde el punto de vista formal, los Carmina Burana están estructurados en 25 números distribuidos a lo largo de seis grandes bloques. En Fortuna Imperatrix Mundi (nº 1-2) –el número más popular de la obra–, los versos del poema se despliegan con una regularidad mecánica, similar a un ritual. La melodía, de apenas una quinta justa de amplitud, se sostiene sobre una base rítmica de ostinatos polimétricos entre la voz y el acompañamiento, creando una hipnótica atmósfera que captura la esencia cíclica y fatalista del texto, basado en la imprevisibilidad e inexorabilidad de la diosa Fortuna.

En Primo Vere (nº 3-5), la llegada de la primavera se evoca con una música de carácter sereno y contemplativo, inspirada en el estilo litúrgico medieval. La sección Uf dem Anger (nº 6-10) combina danzas rústicas y canciones en alemán antiguo con interpolaciones en latín. En el nº 9, «Reie», se aprecian similitudes con la faceta popular (völkisch) de Gustav Mahler, especialmente en su afinidad con el ländler y el ciclo de canciones Des Knaben Wunderhorn. Los efectos antifonales entre las secciones masculina y femenina del coro refuerzan el carácter popular de esta sección.

El siguiente bloque, In taberna (nº 11-14), contrasta con los anteriores por su carácter marcadamente operístico, que recuerda las escenas de taberna de óperas románticas de inspiración fáustica como las de Berlioz o Gounod. La segunda canción (nº 12 “Olim lacus colueram”) constituye uno de los momentos más singulares de la obra, en el que un tenor en registro de falsete representa a un cisne que es asado a la parrilla mientras lamenta su destino en tonos patéticos. Seguidamente, el bloque Cour d’amours (nº 15-23) constituye la sección más extensa de la cantata, organizada como una escena de cortejo amoroso que culmina con la unión sexual de los amantes. 

El nº 20, “Veni, veni, venias”, Orff explora un lenguaje polimodal y polimétrico con dos coros acompañados de pianos, instrumentos de láminas y percusión, en un pasaje cuya sonoridad evoca la de Las bodas de Stravinsky. Para terminar, los dos últimos números se convierten en el clímax de la obra, el nº 24, “Ave formosissima”, utiliza la técnica medieval del discanto, con movimientos contrarios entre el bajo y la voz superior, regresando finalmente regresa al tema de “Fortuna Imperatrix Mundi”, que cierra el ciclo con un poderoso eco de su apertura, recordándonos (una vez más) que la vida humana no es sino un juguete en manos de la caprichosa Fortuna.