El Mozart que se buscaba la vida, atendiendo a los encargos debidos para salir adelante, frente al Mozart más independiente, el que anhelaba su propia catarsis personal, disfrutaba la música, buceaba en ella, retorcía la forma o se plegaba al ∫canon. Dos Mozart que se dan la mano en dos vertientes bien diferentes y que conforman a un genio irrepetible que nos llevará una noche más, a buen seguro, hacia el paroxismo del disfrute.
La Sinfonía n.º 31 nació en París, en uno de sus múltiples viajes europeos, en la búsqueda de un porvenir que nunca terminó de llegar. Para mayor desgracia, su madre, quien le acompañaba, falleció allí mismo, al poco de su estreno. Sin embargo, no hallamos rastro de preocupación en su música. Sus tres movimientos suenan al Mozart más luminoso, con la mayor orquesta que había dispuesto hasta la fecha e incluyendo por primera vez a los “modernos” clarinetes entre sus atriles.
Años más tarde, el genio de Salzburgo decide abandonar definitivamente su ciudad natal y probar suerte en Viena, en busca de independencia como artista. Recién casado con Constanze, lo primero que escribe es una monumental Misa en do menor, donde mira hacia Bach, Haendel y, en general, el Barroco. Toda una promesa nupcial en forma de partitura que abandonaría a medio camino y que hoy escuchamos gracias a la edición de Franz Beyer.
Gonzalo Lahoz,
Divulgador musical