La Segunda Sinfonía es, sin duda, una de las obras más impactantes de Mahler. Una partitura colosal que reúne elementos abrumadores: un plan formal en cinco movimientos, una extensión de unos 80 minutos y una plantilla que requiere –además de dos cantantes y coro mixto– una orquesta gigantesca. El primer movimiento en forma sonata es una marcha fúnebre que conmemora al héroe de su Primera Sinfonía. Mahler reclama que no haya premura alguna en el segundo movimiento, un sereno y elegante Ländler que evoca “los momentos felices de la vida del difunto y un triste recuerdo de su juventud y de su inocencia perdida”. El Scherzo pinta una imagen de existencia sin sentido, mientras el cuarto movimiento, Urlicht (Luz prístina), contrarresta esa visión con el anhelo de la unión con Dios, que conduce apropiadamente al poderoso Finale, Auferstehung (Resurrección). La soprano proclama el sentido de la vida (“Oh, créeme: no naciste en vano. No has vivido ni sufrido en vano”) y, junto a la contralto, identifica la muerte con la liberación del dolor y la vida eterna (“De ti, dolor, que todo lo atraviesas, de ti, muerte implacable, me he liberado. Ahora has sido vencida”). Culmina triunfante el coro en un sobrecogedor final (“Resucitarás, sí, resucitarás, corazón mío, en un instante. ¡Lo que has derrotado te guiará hasta Dios!”).
Cristina Roldán
Musicóloga