La historia de la humanidad está repleta de mujeres talentosas, valientes y audaces que hicieron lo posible y lo imposible por conseguir sus metas, a pesar de las muchas dificultades que encontraban en el camino. De hecho, desde los mismos orígenes del ser humano, el género femenino se ha visto obligado a reivindicarse, a defender sus derechos, a demostrar su alta capacidad de resiliencia para vencer adversidades y a utilizar su inteligencia para reinventarse. Encasilladas desde el nacimiento en unos roles y modelos tradicionalistas, las mujeres se han acostumbrado desde los primeros pasos a nadar a contracorriente y a luchar contra obstáculos y desigualdades. Lamentablemente, el relato histórico, contado desde la perspectiva masculina, ha dejado poco hueco a la visibilidad de la inmensa mayoría de ellas. Nombres como los de Cleopatra en política, Juana de Arco en lo militar, Marie Curie en ciencias, Virginia Woolf en literatura, Frida Kahlo en pintura, Teresa de Calcuta en trabajo humanitario o Coco Chanel en diseño son algunas de las excepciones al habitual silenciamiento de los logros femeniles.
En la ficción, por el contrario, las figuras femeninas han ocupado un lugar de honor como personajes dinamizadores de la narrativa y de la dramaturgia: bien potenciando las convencionales características de sumisión, debilidad y dependencia, bien otorgando cualidades de dudosa calidad humana y moral a las mujeres. Por ejemplo, el famoso arquetipo de la femme fatale, tan desarrollado durante el s. XIX, encuentra sus orígenes en las “malvadas” personalidades de Eva, Lilit, Salomé, Jezabel o Dalila, que ya en la Antigüedad encarnaban el pecado, el vicio y la lujuria. “Toda mujer es hiel, pero tiene dos momentos buenos: uno en el tálamo, el otro al morir”, afirmaba este misógino epigrama de Páladas de Alejandría escrito en el s. IV d. C. Tan profundos y arraigados eran (y siguen siendo) los miedos que despertaban las mujeres intrépidas en los hombres, que aquellas féminas con capacidades excepcionales solían ser disfrazadas como ángeles, sirenas, santas, brujas o hechiceras, otorgándoles así ciertos poderes sobrenaturales o antinaturales que las distanciaban de su condición humana. En el programa de hoy tendremos la oportunidad de escuchar tres obras que representan otros tantos tipos de mujeres audaces, reales o ficticias, procedentes de distintas culturas: una destacada compositora occidental del s. XX, una caprichosa ondina de la mitología eslava y una ingeniosa princesa de la literatura medieval de Oriente Medio.
A pesar de sus relevantes éxitos artísticos, no ha sido hasta hace pocos años cuando hemos empezado a escuchar el nombre de Grażyna Bacewicz (1909-1969). Compositora, violinista y pianista polaca, Bacewicz nació en el seno de una familia de músicos. Su padre fue el pianista y compositor lituano Vincas Bacevičius. Tras comenzar los estudios musicales en su ciudad natal, Łódź, Bacewicz fue alumna desde los 15 años del Conservatorio de Varsovia. Allí estudió composición con Kazimierz Sikorski, violín con Józef Jarzębski y piano con Józef Turczyński. Gracias a una beca, en 1932 y 1933 amplió sus estudios en París con la pedagoga Nadia Boulanger y el violinista André Touret. Después de un breve período docente en Łódź, regresó a París para estudiar con Carl Flesch en 1934. A petición del director Grzegorz Fitelberg, Bacewicz fue concertino de la Orquesta de la Radio Polaca entre 1936 y 1938, época en la que también comenzó a presentar sus propias obras. Actuó como solista en varios países europeos antes de regresar a Polonia dos meses antes de la Segunda Guerra Mundial. Tras el conflicto, continuó desempeñándose como concertista de violín hasta mediados de los años cincuenta. También ejerció como pianista, interpretando obras como su propia Sonata nº 2 para este instrumento. Asimismo, fue profesora en el Conservatorio de Varsovia durante los tres últimos años de su vida. Además, sus intereses intelectuales no se centraron sólo en la música: realizó estudios de Filosofía en la Universidad de Varsovia y fue una consumada escritora de cuentos, novelas y anécdotas autobiográficas.
Grażyna Bacewicz fue muy admirada y querida en vida, especialmente en su país. En su amplio catálogo encontramos ballets, sinfonías y otras piezas orquestales, páginas concertantes para solista y orquesta (entre las que destacan sus siete conciertos para violín que ella misma solía estrenar), cuartetos de cuerda y obras para otras formaciones camerísticas (prestando especial atención al violín y al piano), música para coro y canciones. Como creadora obtuvo importantes reconocimientos, entre los que destacan el primer premio del Concurso Internacional de Compositores Frederic Chopin de Varsovia en 1949 por su Concierto para piano, el primer premio en el Concurso Internacional de Compositores de Lieja en 1951 por su Cuarteto de cuerda nº 4, el primer premio en la sección orquestal de la Tribuna Internacional de Compositores de la UNESCO en París en 1960 por su Música para Cuerdas, Trompetas y Percusión o la Medalla de Oro en el Concurso Internacional Reina Elisabeth de Bruselas en 1965 por su Concierto para violín nº 7. También obtuvo diversas condecoraciones estatales a partir de 1949, como el Premio Nacional de Polonia en 1950 por su Concierto para orquesta de cuerda.
En su trayectoria compositiva podemos establecer tres etapas. En la primera, desarrollada durante su formación y juventud, entre 1932 y 1944, encontramos un lenguaje de corte neoclásico en el que comienza a incorporar elementos folclóricos, hecho que se verá acentuado durante la primera mitad de la década de los años cincuenta coincidiendo con un período de intenso realismo socialista. La segunda etapa, tras la Segunda Guerra Mundial, entre 1945 y 1959, corresponde a su época de madurez y al establecimiento de un estilo cada vez más personal bajo el influyo de Karol Szymanowski. Despliega entonces una prolífica actividad creativa y muestra claramente una ruptura con las estructuras clásicas tradicionales. La originalidad de Bacewicz y su propia manera de entender la vanguardia se pone de manifiesto en la última fase de su carrera, entre 1960 y 1969, en donde encontramos múltiples citas autorreferenciales.
La voz individual e independiente de Bacewicz la encontramos en su Obertura, escrita en 1943 durante la ocupación alemana de Polonia. De hecho, la obra no pudo estrenarse hasta 1945 en el Festival de Música Contemporánea de Cracovia. Se trata de una pieza breve pero compacta que se estructura en distintas secciones altamente contrastantes. Comienza de forma contundente con los timbales en un vertiginoso “Allegro”. Las cuerdas despliegan un diseño motórico continuo que puntúan los acordes de los instrumentos de viento madera y las fanfarrias de los metales. Tras este torbellino inicial, las sorpresivas notas sostenidas de flautas y clarinetes desembocan en un contemplativo “Andante” liderado por un contrapunto expresivo de las maderas al que se unirá toda la orquesta en una textura ligera. Un noble diálogo entre las cuerdas y la trompa solista dan paso a un nuevo “Allegro” enérgico y exuberante de ritmo incesante. De forma evocadora, Bacewicz incluye un pasaje de tintes militares apoyada en los instrumentos de viento metal y la percusión. El carácter agitado y el impulso rítmico no se pierden hasta el final de la obra, pero encontramos también largas líneas líricas cromáticas en los violines que añaden dramatismo a esta poderosa miniatura orquestal. Concluye de manera triunfal con un vigoroso tutti en fortissimo.
En la mitología eslava, una rusalca era un espíritu, fantasma, sirena, melusina o ninfa acuática que adoptaba la forma de súcubo o demonio femenino y que vivía en el fondo de ríos, lagos, estanques o fuentes. Según la tradición, las rusalcas, con su aspecto atractivo y seductor, hechizaban con sus cantos y bailes a los hombres para atraerlos al agua hasta ahogarlos. Existen versiones de la leyenda que indican que una rusalka es el alma de una mujer joven que ha sido asesinada o que se ha visto obligada a suicidarse cerca de un curso fluvial y desea vengar su muerte. Estas figuras fantásticas han sido fuente de inspiración para múltiples artistas del ámbito ruso durante el s. XIX, como Aleksandr Pushkin en su poema dramático incompleto La rusalka, Nikolái Gógol en su cuento Noche de mayo o la ahogada, Aleksandr Dargomyzhski en su ópera Rusalka y Nikolái Rimski-Kórsakov en su ópera Noche de mayo. También el checo Antonín Dvořák (1841-1904) sucumbió al poder dramatúrgico de estas entidades mitológicas y escribió su ópera Rusalka entre abril y noviembre del año 1900.
La obra, en tres actos, cuenta con un libreto en checo del poeta Jaroslav Kvapil basado en los cuentos de hadas de Karel Jaromír Erben y Božena Němcová, así como en La Sirenita (1837) de Hans Christian Andersen. Rusalka, la protagonista de la historia, es la cuarta hija de un espíritu de las aguas. La joven ondina solicita a la bruja Jezibaba su transformación en humana, a pesar de perder la inmortalidad, para poder amar a un joven príncipe que caza en los alrededores del lago. La hechicera la convierte en una princesa muda y el príncipe se la lleva a su palacio. En medio de los preparativos para la boda, el príncipe rechaza a Rusalka al fijarse en una princesa extranjera que, a su vez, también abandona al príncipe. Rusalka se hunde en su desesperación, ya que, sin ser ninfa ni mujer, su única misión es conducir a los hombres a la muerte. El príncipe vuelve al lago buscando a Rusalka con desasosiego, ella le besa y él muere. Rusalka regresa a las profundidades del lago como demonio de la muerte. En esta ocasión, el tan frecuentado poder transformador del amor conlleva lamentables consecuencias para los dos protagonistas y sus familias.
La partitura que Dvořák concibió para esta trágica historia es, sin duda, su mejor obra escénica. Consiguió recrear sonoramente a través de los timbres orquestales y de las escogidas armonías esa atmósfera mágica, poética y simbólica en la que se ambientan el primer y último acto, que transcurren al borde del lago. Además, utilizó con destreza la técnica wagneriana del leitmotiv. Pero, sobre todo, destaca la inspiración de sus melodías y una acertada hibridación de los elementos propios de la música popular checa. El virtuoso violinista israelí Guy Braunstein (n. 1971), concertino de la Orquesta Filarmónica de Berlín entre 2000 y 2013, ha querido poner en valor todas estas virtudes a través de una elocuente paráfrasis para su instrumento y orquesta sinfónica titulada Rapsodia para Rusalka (2019). Braunstein toma los primeros veinticinco minutos del primer acto de la ópera y los convierte en una fantasía instrumental que concluye con la célebre aria de Rusalka “Měsíčku na nebi hlubokém” (“Luna en el cielo profundo”), también conocida como “Canción de la luna”. Esta propuesta se inserta en la iniciativa identitaria de Braunstein de transcribir o arreglar obras maestras de la historia de la música, principalmente para su instrumento. Siguiendo la tradición romántica de Paganini o Liszt, ha versionado páginas de Tchaikovsky, Puccini o Schoenberg.
Curiosamente, también en Las mil y una noches encontramos una historia titulada “El príncipe y la rusalka”, en la que el personaje mitológico se aparece en forma de joven perdida para engañar al príncipe. Las mil y una noches es una de las obras más importantes e influyentes de la literatura universal. Se trata de una recopilación medieval de cuentos tradicionales y leyendas de origen hindú, árabe y persa de los que no existe un texto definitivo, sino múltiples variantes. En todas ellas, el eje estructural de la historia es el mismo: la perspicaz y astuta Sheherazade, hija de un gran visir, consigue evitar que el sultán Shahriar la ejecute seduciéndole con un relato tras otro, noche tras noche. Así, Sheherazade es la narradora principal de esta colección de fábulas escritas en lengua árabe. La inteligencia y sabiduría que caracterizan a esta heroína no sólo le sirven para salvar su propia vida, sino que, al entretener al gobernante con aventuras edificantes, consigue educarle en nobleza, moralidad y humanidad. Y, además, Sheherazade logra proteger a las mujeres del reino, pues el sultán ya había mandado matar a tres mil muchachas antes de conocerla a ella.
“Es en Oriente donde debemos buscar el Romanticismo supremo”, afirmaba el poeta y crítico literario Friedrich Schlegel en 1800. Y allí lo encontró el compositor Nikolái Rimski-Kórsakov (1844-1908), quien escribió distintas piezas inspiradas en lo que por aquel entonces se englobaba en el término “Oriente”, como la suite sinfónica Sheherazade, Op. 35. El autor se fijó en el mundo mágico de los sultanes, las princesas, las mezquitas, los turbantes, los genios y las lámparas maravillosas de Las mil y una noches para componer esta última obra entre el invierno de 1887 y el verano de 1888. Se estrenó en San Petersburgo el 3 de noviembre de 1888 en el marco de los recién inaugurados “Conciertos Sinfónicos Rusos”, cuyo objetivo consistía en ofrecer al público lo mejor de la música rusa de la época.
La estrategia narrativa de Las mil y una noches cautivó a Rimski-Kórsakov, y así lo explicaba en el prefacio de la partitura:
“El sultán Shahriar, persuadido de la perfidia y la infidelidad de las mujeres, jura matar a cada una de sus esposas después de pasar con ellas la primera noche. Pero la sultana Sheherazade logra salvar su vida cautivándole con las historias que le cuenta durante mil y una noches seguidas. Azuzado por su curiosidad, el sultán va demorando de día en día la ejecución de su esposa y acaba por renunciar a ella definitivamente. Sheherazade le cuenta muchas maravillas, citando versos de los poetas y los textos de las canciones, uniendo las historias unas a las otras”.
Los títulos descriptivos iniciales de cada una de las cuatro secciones en las que se divide la obra, y con las que hoy en día aún se identifican, fueron finalmente rechazados por Rimski-Kórsakov, tal y como explica en su autobiografía Crónicas de mi vida musical:
“Suprimí las indicaciones que figuraban en cada parte, pues con ellas sólo me proponía encauzar la fantasía del oyente y marcarle la ruta que siguió la mía, dejando así libertad a las concepciones particulares de la voluntad y el estado de ánimo de cada individuo. Me propuse que si al oyente le gustaba mi obra sinfónica experimentase la impresión de una narración oriental sobre numerosos y variados cuentos fantásticos, y no solamente cuatro piezas que se suceden sin variedad en el material temático”.
Aún así, el discurso musical directo y lineal del autor ruso nos permite especular con la caracterización sonora de los principales elementos y personajes de los cuentos. En “El mar y el barco de Simbad” se presentan musicalmente los dos protagonistas de la historia. El diseño inicial al unísono en el registro grave simboliza la temible y tiránica voz del sultán. Sheherazade le responde con el dulce y embriagador timbre del violín solista que interpreta un característico motivo sinuosamente ornamentado. Ambos temas aparecen de forma recurrente en los cuatro movimientos de la obra. Rimski-Kórsakov, gran amante del mar, recreó un océano a través del balanceo de arpegios en las cuerdas sobre el que viaja el motivo del barco de Simbad que desata una airada tormenta sinfónica.
En “La leyenda del príncipe Kalendar” el compositor juega con un tema caprichoso y rústico que presenta el fagot y que se identifica con el melancólico príncipe. Este motivo, sometido a diversos juegos tímbricos gracias a la destreza orquestal del autor, librará una feroz batalla. “El joven príncipe y la joven princesa” nos ofrecen una tierna y juguetona escena de amor entre la suave cantinela de las cuerdas y las vertiginosas escalas ascendentes y descendentes de la sección de viento madera. Y en la delirante sección final, “Festival en Bagdad. El mar. El barco se estrella contra un acantilado coronado por un guerrero de bronce”, asistimos, en primer lugar, a una gran fiesta catártica del tutti orquestal en la que se presentan varios de los personajes conocidos en las secciones anteriores. Repentinamente, nos situamos de nuevo en el mar para vivir la última aventura de Simbad que concluye de forma trágica en un explosivo clímax. Por fortuna, tras mil y una noches de cuentos, el sultán cae rendido ante el ingenio de Sheherazade y se transforma en un motivo musical cálido y sumiso vencido por la poderosa voz femenina de su última esposa.