VIII – Los colores de América

Notas al programa

20 abril 2025

Un continente en movimiento

Carmen Noheda
Investigadora postdoctoral Juan de la Cierva. Instituto Complutense de Ciencias Musicales

Tenía razón John Adams (1947) cuando declaró cuál era la diferencia esencial de la música americana: “la pulsación incesante”. La respuesta no oculta su predilección por la experimentación rítmica que liberó como continuador del minimalismo musical allá por la década de los años setenta. En esa estela, no exenta de vanidad, acontece su Short Ride in a Fast Machine (1986). “¿Sabes lo que pasa cuando alguien te pide que montes en un coche deportivo estupendo y luego desearías no haberlo hecho?”. Para Adams no hubo vuelta atrás cuando se subió, una noche cualquiera, al Ferrari que había adquirido un pariente cercano: “Fue una experiencia absolutamente aterradora ir en un coche conducido por alguien que no sabía conducir”. Adams siempre confirmó que Short Ride in a Fast Machine era difícil de interpretar, aunque “bastante divertida”. Suponemos que tanto como pasar de 0 a 160 km/h en 15,9 segundos. Con este particular paseo en mente, compuso una fanfarria para orquesta que dedicó a la Sinfónica de Pittsburgh. Podemos esperar la escucha de esa poderosa conexión con el minimalismo estadounidense en una huida de su rigidez inicial para abarcar una suerte de repetición de patrones rítmicos, melódicos y armonías que abrazan el lirismo o las referencias al pasado. En esta conversión diatónica sin complejos, John Adams escoge la ruta a contracorriente en su apuesta por “el poder resonante de la consonancia”. 

En los cinco minutos que debió durar su adrenalina, Adams proyecta en Short Ride in a Fast Machine una fuerza rítmica inmutable en la caja china que persistirá a través de todos los cambios de compás. Pronto, el pulso inicial entrará en conflicto con otros ritmos que emanan de las diferentes secciones de la orquesta hasta crear texturas casi competitivas. Así sucede en el contraste entre las trompetas y las maderas, que parecen distraerse unas a otras con sus combinaciones rítmicas en ostinato. Estos bloques sonoros avanzan en un efecto de movimiento perpetuo que aumentará la tensión ante la ausencia de reposo. La aproximación de Adams al color instrumental aprovecha un amplio set de percusión que otorga un grado de estridencia al timbre y las dinámicas. Desde sus frenéticos ritmos, cada familia instrumental se aferrará a su propia estructura en una actitud, como confesaba Adams, “casi sádica”. 

John Adams reconocía aquella pulsación incesante, pero la expresión vernácula más original de Estados Unidos probablemente proviene del jazz. Sesenta años antes, George Gershwin (1898-1937) se desviaba de su aclamada Rhapsody in Blue para retomar la forma clásica de concierto con sus tres movimientos al uso. Que no nos engañe su estructura: el Concierto en fa mayor para piano y orquesta (1925) es puro jazz en vena. Aunque se ajusta sin sobresaltos a la fórmula rápido-lento-rápido, Gershwin explicó sus extremos mejor que nadie: “El primer movimiento emplea el ritmo del charlestón. Es ligero y palpitante, y representa el espíritu joven y entusiasta de la vida americana. Comienza con un motivo rítmico en los timbales, apoyado por los demás instrumentos de percusión, y con un motivo de charlestón introducido por el fagot, las trompas, los clarinetes y las violas. El fagot anuncia el tema principal. Más tarde, el piano introduce un segundo tema”. Para el último movimiento, Gershwin retorna al estilo del principio para dejarse llevar, literalmente, por una “orgía de ritmos”, que comienza violentamente y se mantiene constante hasta el final. Las delicias del Adagio – Andante con moto merecen un comentario acorde a la “atmósfera poética y nocturna” que defendía el compositor, y que encaja en lo que se suele denominarse blues americano. Aquí flotan los recuerdos desdibujados de París en la extensa introducción que regala casi en exclusiva a los vientos y el metal. El piano saboreará su envolvente melodía principal, insinuada con sutileza por la trompeta con sordina, mientras Gershwin la manipula sin descanso hasta alcanzar la cadencia final, donde brillará el pianista francés Thomas Enhco. Gozaremos una última vez de su desbordante inventiva hasta el corte abrupto, que nos arrastra de vuelta a la nostalgia de aquellos días parisinos que tanto marcaron a Gershwin, aún resonantes en los ecos del diálogo entre el piano y la flauta. 

París tampoco dejaría indiferente a Mozart Camargo Guarnieri (1907-1993) antes de prodigarse por los escenarios estadounidenses. Pero su corazón brasileiro tuvo que soportar el peso de la historia. El padre descargó su enfermiza afición a la ópera en los nombres de sus hijos gracias a los compositores más destacados del canon de los siglos XVIII y XIX. A Camargo, apellido materno, le tocó cargar con Mozart. A sus hermanos con Verdi, Rossine y Belline, con ‘e’. A los veinte años, Mozart Camargo Guarnieri parecía haber desarrollado el talento suficiente como para impartir clases de piano en el Conservatorio de São Paulo. Su catálogo explicita un ideal por cultivar la música nacionalista brasileña, como reflejan las referencias en sus títulos o directamente en el lenguaje musical. Su defensa alcanzó cotas más altas en la Carta Aberta aos Músicos e Críticos do Brasil, que publicó a mitad del pasado siglo para velar por los «verdaderos intereses de la música brasileña». Camargo Guarnieri acabó expandiendo su amor por las tradiciones musicales al nordeste de Brasil, de donde tomó prestadas las melodías modales reminiscentes de la aridez del sertão o los ritmos hipnóticos del baião. Sin desatender tampoco las influencias sonoras de su infancia en las calles de su nativa Tietê, Camargo Guarnieri bebió de lo que se conoce como terças caipiras, típicas de los cantantes y guitarristas de las regiones del interior del estado de São Paulo. Sus Tres danzas brasileiras nacieron del piano con dos décadas de por medio: Dança Brasileira (1928), Dança Salvagem (1931) y Dança Negra (1946). Las dos primeras las orquestó en 1931, mientras que para la tercera esperó hasta 1947. Camargo Guarnieri las agrupó finalmente en una suite con el fin último de alcanzar “sugestiones de atmósferas”, todo un compendio de melodías del vastísimo folclore brasileño. La estampa es directa: la pequeña Tietê se fundó en un punto elevado y su río serpentea hasta casi rozar la casa de Camargo Guarnieri, en la parte más baja de la ladera. Contaba cómo, al atardecer, distinguía los trazos de fuego cuando los africanos fumaban sus pipas en el umbral de cada puerta. A veces, el baile detenía las noches y su Dança Brasileira es, afirmaba, el resultado. El carismático tempo di samba irrumpe en la danza de entrada con un talante casi onomatopéyico, entre las emboladas, una improvisación a modo de desafío en la que los cantantes muestran sus habilidades en las calles, y los ritmos del xocalho, un tipo de maraca de origen angoleño, y el réco-réco, similar al güiro. Las texturas polirrítmicas despuntarán en la Dança Salvagem, liderada por el clarinete y con guiños a la cuíca, un tambor de fricción brasileño capaz de exhibir una extensa gama de alturas. La Dança Negra, la más templada de la serie, nos devuelve a la intimidad de una ceremonia de candomblé en el estado de Bahía, uno de los principales núcleos de asentamiento de esclavos procedentes de África. Fruto de una visita en 1937, Camargo Guarnieri nos sumerge en el trance que percibió a lo lejos, al ascender y descender una colina en completa oscuridad y silencio. El arco dinámico de la danza da prueba de la pericia. Las tres danzas nos trasladan el afecto de Camargo Guarnieri por las músicas populares, con sus bloques rítmicos enérgicamente yuxtapuestos y su contrapartida en un estilo calmado, donde sus melodías, únicas, sobrevuelan paisajes sonoros densos, cargados de memoria. 

Los oídos de Astor Piazzolla (1921-1992) estaban tan acostumbrados al tango que casi lo aborrece cuando, de niño, su padre le colocó un bandoneón en las manos. El tango le perseguía casi todas las noches al regresar del trabajo y a él acabó consagrando su vida. Incluso Nadia Boulanger, desde París, le aconsejó continuar por esa misma senda que lo revolucionaría para siempre. Los juegos de palabras acompañaron a una larga lista de creaciones como Tangazo, que estrenó el Ensemble Musical de Buenos Aires en Washington en 1970. Conocedor de las entrañas de la orquestación junto a Alberto Ginastera, Piazzolla no pareció quedar satisfecho con esta primera versión: “En algún lugar perdió una pizca de sal y pimienta”. Disonancias, cromatismos y una pátina de jazz se añaden a un don lírico capaz de reclamar cualquier estado de ánimo. Esta vez sin bandoneón, Piazzolla expande en un solo movimiento estas Variaciones sobre Buenos Aires arraigadas en una melancolía irredenta. Su afligida melodía aflora desde el grave en contrabajos y violonchelos para desplegar un contrapunto en las cuerdas que Piazzolla colorea a la vez que acelera en uno de los mejores intentos, según el compositor, de “traducir el tango a la música sinfónica”. Sus acentos desplazarán el tango que anunciaba el oboe entre las distintas secciones antes de dar paso a un episodio lento. El equilibrio del lirismo, ahora en la trompa, se deshace en una intensidad armónica abrasadora que pronto recupera el brío del tango hasta sucumbir en la percusión con una coda final enfermiza, casi moribunda.

Los antiguos bailes de salón cubanos impregnaron la escena popular de Veracruz a la vez que la imaginación del mexicano Arturo Márquez (1950). Tras un primer intento con el danzón al saxofón y la cinta electrónica, Márquez se atrevió con su segundo Danzón en 1993. Contaba cómo la idea surgió durante un viaje a Malinalco en compañía del pintor Andrés Fonseca y la bailarina Irene Martínez, ambos expertos en bailes de salón y apasionados del danzón cubano. Márquez asimiló junto a ellos sus ritmos, formas y esquemas melódicos, que enriqueció al calor de las antiguas grabaciones de Acerina y Mariano Mercerón y su orquesta Danzonera. Atraviesa toda la estructura del Danzón n.º 2 la insistencia del clave, el patrón rítmico de cinco pulsos que se interpreta con dicho instrumento, epicentro de los bailes caribeños. El propio Márquez refirió su fascinación por el danzón y su aparente ligereza a modo de «tarjeta de visita para un tipo de música llena de sensualidad y seriedad cualitativa, un género que los ancianos mexicanos siguen bailando con un toque de nostalgia y una jubilosa huida hacia su propio mundo emocional». Desde los primeros compases, el inamovible clave cruza la acumulación de tres temas melódicos. Afrontará el primero un solo de clarinete que invitará gradualmente al oboe a unirse alrededor de un breve estribillo que se distribuirá al resto de la orquesta. Su contundencia rítmica interrumpe este idilio sonoro para conectar con un segundo motivo más percusivo que detendrá el violín solista. Aún habrá espacio para el colapso en la entrada de los metales graves y los violonchelos hacia un ardiente baile que explotará en el exultante solo de trompeta. Los ritmos del danzón se suceden al borde del caos hasta converger en la repetición de un único ritmo que impulsará el imparable crescendo final. Síncopas, contratiempos y pausas despegan las elegantes posturas de los bailarines antes de continuar esta popular danza en pareja que Arturo Márquez pretende acariciar. El Danzón n.º 2 es la forma más personal que se le ocurrió para “rendir homenaje al ambiente que nutre el género”. En cada compás de este viaje sonoro resuena el pulso incesante de un continente que late con su propia identidad. Los colores de América se difuminan entre la danza y la evocación, la energía y la nostalgia, para recordarnos que sus ritmos, como el tiempo, nunca se detienen.