Ludwig van Beethoven murió seis años antes del nacimiento de Johannes Brahms en 1833. Una generación lo separaba, a su vez, de los grandes creadores del Romanticismo musical: Hector Berlioz (1803), Felix Mendelssohn (1809), Fryderyk Chopin y Robert Schumann (1810 ambos), Franz Liszt (1811) y Giuseppe Verdi y Richard Wagner (1813 ambos). Estaba llamado, por tanto, a ser el heredero natural del primero y quien tomara el testigo de los segundos, a pesar de haber nacido, por así decirlo, en tierra de nadie y de que no era fácil cumplir simultáneamente con este doble cometido.
Robert Schumann se aprestó a identificar su talento y presentarlo casi como un nuevo mesías en el encendido artículo que publicó en la Neue Zeitschrift für Musik, la revista musical de la que era director, el 28 de octubre de 1853. Neue Bahnen (Nuevos senderos) anunciaba proféticamente la llegada de un joven talento a la música europea, Johannes Brahms, que tenía entonces veinte años y al que acababa de conocer en Düsseldorf: “Si él hace descender su cayado mágico allí donde los poderes de las masas del coro y la orquesta prestan sus fuerzas, entonces tendremos aún más vislumbres maravillosos de los secretos del mundo espiritual. Ojalá que el genio supremo lo fortalezca para ello. […] Le damos la bienvenida como un poderoso luchador”. El joven hamburgués no se arredró ante semejantes vaticinios y, para cuando murió en Viena en 1897, pocos podían dudar de que nadie como él había conseguido beber de los postulados beethovenianos sin renunciar nunca a sus credenciales románticas.
Fue, quizás, la dificultad para armonizar esta dicotomía la que retrasó extraordinariamente el nacimiento de su primer gran fruto sinfónico. Hubo, por así decirlo, ejercicios preliminares (las dos Serenatas, las Variaciones sobre un tema de Haydn, el Primer Concierto para piano y, de alguna manera también, Un réquiem alemán), pero Brahms sabía que la sinfonía como género ocupaba un lugar preeminente en los catálogos de Haydn, Mozart y Beethoven, lo que le obligaba a transitar por ese ámbito de modo decidido y sin dar pasos en falso. Colegas, directores de orquesta, amigos y editores le presionaron sin cesar para que diera por fin a conocer la obra que todos sabían que llevaba componiendo desde hacía tiempo, pero más de quince años acabaron separando los esbozos iniciales de la Primera Sinfonía y su conformación definitiva: década y media surcada de dudas, abandonos, reescrituras e incertidumbre. Luego, eso sí, se la calificaría –como un elogio envenenado– de la Décima Sinfonía de Beethoven, cuya sombra había estado atenazándolo –aparentemente– durante la larguísima gestación de la obra, cuyo último movimiento se cierra, tras el esperable tránsito del modo menor al modo mayor, con una aparente cita-homenaje del tema de la Oda a la alegría del compositor de Bonn.
Dar su forma final por buena, interpretar la sinfonía en varias ciudades, dirigida por él mismo en Mannheim, Múnich o Viena, aprovechando la experiencia para introducir pequeños retoques antes de que la partitura visitara la imprenta (un punto de no retorno), tuvo en Brahms un efecto casi balsámico: lo liberó de los miedos que lo habían paralizado, le hizo creer –siquiera inconscientemente– en su problemática condición de doble heredero y ahuyentó por fin las inseguridades. Ello permitió que, poco más de un año después del estreno de la Primera Sinfonía (Karlsruhe, 4 de noviembre de 1876), y separada tan solo por cuatro números de opus, Viena, su ciudad adoptiva, asistiera el 30 de diciembre de 1877 a la primera interpretación de la Segunda Sinfonía, compuesta en un luminoso y apacible re mayor, en contraposición al tenso y fatídico do menor (la tonalidad beethoveniana más emblemática) de su antecesora. Las dudas de antaño se transformaron ahora en certezas; las sombras, en luz; las luchas, en una suerte de idilio campestre, casi pastoril, de tonos y colores inequívocamente románticos. Si la op. 68 parecía una heredera a partes iguales de la Quinta y la Novena beethovenianas, la op. 73 se sitúa mucho más en la estela de la “Pastoral”.
La Tercera Sinfonía vería la luz tan solo un lustro más tarde, después de la conclusión del Concierto para piano núm. 2, una obra concertante con un fortísimo componente sinfónico. Aunque escrita en la misma tonalidad de la “Pastoral” (fa mayor), basta el comienzo del Allegro con brio inicial para constatar que el arranque de ambas obras no puede ser más diferente, ya que Brahms adopta una vena mucho más heroica que contemplativa. El planteamiento tonal global dice mucho de la coherencia de la composición, puesto que los movimientos extremos están en fa (mayor y menor, respectivamente) y los dos centrales en la dominante do (también mayor y menor). Es perceptible también un ejercicio de concisión en la presentación y el desarrollo del material, lo que hace de la op. 90 la sinfonía más breve de Brahms, cuya invención melódica más feliz es el tema del tercer movimiento, presentado por los violonchelos, retomado por los violines y reexpuesto tras la sincopada sección central por la trompa, a la que se había conferido también el privilegio de abrir en solitario el Concierto para piano núm. 2. El final victorioso que se esperaba siempre desde los grandes ejemplos beethovenianos, acaba llegando también aquí, pero únicamente como el desenlace final de un proceso en el que abundan las tensiones e incluso la sombría aparición de sorprendente coral en la bemol mayor. Y el final, muy lejos de ser triunfal, es expansivo y apacible, casi una lenta y nostálgica despedida que va apagándose lentamente.
La imagen de Antonín Dvořák, tan solo ocho años más joven que Brahms, pero considerado en muchos casos como una suerte de epígono del hamburgués, está rodeada de clichés que siguen aún muy enraizados en la percepción que suele llegarnos del compositor. Su sino hubiera sido muy distinto, sin duda ninguna, si hubiera sido un músico alemán o austríaco, ya que entonces sería tenido por un igual de los grandes compositores románticos del ámbito germánico, con su amigo y valedor Johannes Brahms a la cabeza. Pero parece ser que su nacionalidad checa, no sólo dejó una profunda huella en su música, sino también en la apreciación del compositor, tanto en vida como post mortem.
Recordemos, a modo de ejemplo, algunas de las frases que escribió Robert Aldrich para el obituario de Dvořák publicado por The New York Times al poco de su muerte en 1904: “Parecía realmente el último de los músicos ingenuos, el descendiente directo de Haydn, Mozart y Schubert, regocijándose en la belleza autosuficiente de su música y despreocupado de las tendencias filosóficas y la búsqueda de nuevas cosas por decir de un modo nuevo que animara a los hombres más jóvenes de nuestro tiempo […]. La fecundidad schubertiana de Dvořák no estaba exenta de desventajas […] sus admiradores habrían preferido oír menos de lo obvio, menos del primer impulso, y más de la reflexión que moldea y brinda un acabado a la perfección”.
No faltaban tampoco en el artículo referencias al “provincialismo” y a “un cierto primitivismo” del músico, de quien también se afirmaba que no dejaba ningún “sucesor” que pudiera resistir con éxito “las tendencias dominantes” del momento. Se veía a Dvořák, por tanto, como un músico dotado de un talento natural, más intuitivo que intelectual: un “alma sencilla” (como lo tildó su biógrafo Karel Hoffmeister), un “prudente y tranquilo campesino conservador” cuyos logros musicales eran más “líricos” que “dramáticos”. En otra necrológica publicada tras la muerte dl compositor, escrita por Robert Hirschfeld para el Wiener Abendpost, leemos más lugares comunes entonces aún habituales: “La música de Dvořák carece de profundidad. No se sumerge, como Bruckner, en las profundidades de su alma para alumbrar un Adagio. Todo le resultaba demasiado fácil”.
Lo curioso es constatar que, de alguna manera, el propio Brahms, un defensor y promotor a ultranza de su colega, tenía también una imagen de Dvořák no muy alejada de la que acabamos de describir. Llama la atención cómo, a pesar de que sólo se llevaban esos ocho años de diferencia, el autor de Rusalka se sitúa sin ambages en el inicio de su correspondencia en una posición de inferioridad: muchas de sus cartas aparecen encabezadas, por ejemplo, con la frase “Veneradísimo Maestro”. En cartas que escribió al editor de ambos, Fritz Simrock, Brahms hace frecuentes bromas sobre el origen bohemio del compositor, al que llega incluso a tildar de “fanático checo” (9 de diciembre de 1887) o de “típico checo” (10 de diciembre de 1877). Brahms era un nacionalista alemán como Dvořák podía serlo checo y no hay duda de que las opiniones del primero sobre la música del segundo se vieron muy mediatizadas por esta circunstancia. Los juicios sobre sus obras abundan en epítetos como “encantadora”, “fresca”, “deliciosa”, “alegre” o “natural”, pero escasean en elogios de mayor enjundia o profundidad. De la Serenata op. 44, por ejemplo, Brahms afirmó en una carta a Joseph Joachim de mediados de mayo de 1879: “No puede tenerse fácilmente una impresión más deliciosa y refrescante de un talento creativo auténtico, rico y encantador […] ¡Creo que debe ser un placer para los instrumentistas de viento!”
A poco que se ahonde, sin embargo, es fácil encontrar, por un lado, muchas más sombras y claroscuros en la vida de Dvořák y, por otro, descubrir en su música algo más que una vena melódica innegable y un diestro manejo del material musical. Es cierto que el bohemio Dvořák no abrió los caminos que desbrozaría su amigo moravo Leoš Janáček, pero no lo es menos que obras poco conocidas del checo, como sus Canciones bíblicas, sus dos últimos cuartetos de cuerda o sus apenas difundidas óperas, nos revelan a un creador de una gran hondura perfectamente equiparable en muchos casos al mejor Brahms, un músico al que sin duda idolatró y al que quiso parecerse, hasta el punto de remedarlo en muchos de los géneros que cultivó.
Brahms y Dvořák fueron también más wagnerianos de lo que tiende a pensarse, y de la imagen legada por la sesgada historiografía decimonónica. Pero el checo fue mucho más explícito en sus manifestaciones admirativas: “Puede hablarse muchísimo sobre Wagner, y también puede criticársele muchísimo, pero es invencible. Lo que hizo Wagner no lo hizo nadie antes de él y no hay nadie que pueda arrebatárselo. La música seguirá su camino, pasará de largo a Wagner, pero Wagner permanecerá, exactamente igual que la estatua de ese poeta de quien siguen aprendiendo hoy en los colegios: Homero. Y Wagner es un Homero”. O: “Acababa de oír Los maestros cantores, y no mucho antes de que el propio Wagner estuviera en Praga. Estaba absolutamente loco por él, y recuerdo seguirlo mientras paseaba por las calles para tener de vez en cuando la posibilidad de ver la cara del pequeño gran hombre”. Este wagnerismo contumaz es otra de esas facetas menos conocidas de Dvořák que lo enmarcan bajo una luz más completa que la muy parcial con que suele ser observado, ligada inextricablemente al formalismo y el clasicismo (también muy discutible, como demostraría, entre otros muchos, Arnold Schönberg) de Johannes Brahms.
De manera quizá premeditada, Alondra de la Parra ha elegido una sinfonía de Dvořák compuesta en la tonalidad relativa de la obra de Brahms, re menor, lo que otorga aún más cohesión al díptico. Sabemos que la Tercera Sinfonía del alemán impresionó mucho al compositor bohemio, que concibió su propia Séptima Sinfonía casi como una respuesta o secuela: aunque famoso por los elementos musicales de su Bohemia natal que supo introducir en su música, Dvořák deseaba sentirse parte de la gran tradición clásica, un hijo directo de Beethoven y Brahms, no un primo lejano que vivía en el campo. Fue quizás el gran éxito que conoció su Stabat Mater en Londres en 1883 lo que dio lugar al encargo de una nueva sinfonía realizado por la Royal Philharmonic Society de la capital inglesa, que lo nombró también miembro de honor. Fue él mismo quien dirigió allí el estreno el 22 abril de 1885; el wagneriano Hans Richter había dado a conocer poco antes en Viena la Tercera Sinfonía de Brahms, el 2 de diciembre de 1883, una cercanía que refuerza la idoneidad de presentar a estas dos hermanas formando pareja en un mismo concierto.
Curiosamente, Dvořák eligió para su nueva sinfonía la misma tonalidad (re menor) de la Novena beethoveniana, otro encargo de la Royal Philharmonic. El predominante carácter sombrío de la obra se pone de manifiesto desde el arranque del Allegro maestoso, que parece nacer en las profundidades de la orquesta (con el tremolandi de los contrabajos, reforzados por el timbal y dos trompas) para emprender un largo viaje que, de alguna manera, no finalizará más que con la coda del Allegro final. Tras acabar de esbozar el movimiento lento, Dvořák anotó en la partitura “De los años tristes”, una alusión inequívoca a la reciente muerte de su madre: el comienzo, con la melodía confiada al clarinete, tiene incluso algo de marcha fúnebre. El elemento folclórico checo, omnipresente en la música del autor de Rusalka, se abre paso en el delicado scherzo, en el que hay que prestar atención y admirar melodías y contramelodías por igual. El tono trágico reaparece en el último movimiento, que contiene un clímax impactante, cuyo efecto se mantiene incluso tras la esperable modulación –casi in extremis, mucho después de cuando se había producido una transición semejante en el Finale de la Primera Sinfonía de Brahms, como se mencionó al principio– al modo mayor en el tramo final de la obra, a pesar de lo cual el checo, siempre original, sigue resistiéndose a dar pábulo a cualquier forma de triunfalismo.