Si hubiera que citar a los compositores que más han contribuido a abrir las salas de concierto de todo el mundo a la música española, este honor quedaría reservado, sin duda alguna, a Manuel de Falla y Joaquín Rodrigo. La fama de estos dos colosos de la música española del siglo XX se sustenta de manera desigual en sus respectivas obras. Mientras Falla es reconocido por el conjunto de su producción, que recorre algunas de las principales corrientes musicales que definieron la modernidad durante el primer cuarto del siglo (entre ellas el impresionismo, el folclorismo y el neoclasicismo de entreguerras), el nombre de Rodrigo descansa principalmente en su crepuscular Concierto de Aranjuez, estrenado en 1940, y cuya inmensa fama ha acabado eclipsando la práctica totalidad de su producción.
El estreno de El sombrero de tres picos en Londres, el 22 de julio de 1919, presentado en una producción de los Ballets rusos de Serguéi Diáguilev, con decorados de Pablo Picasso, coreografía de Léonide Massine y dirección de orquesta de Ernest Ansermet, se saldó con un rotundo éxito que marcó un antes y un después de la música española. Este hito puso punto final al tradicional aislamiento cultural y a la limitada proyección internacional de la música culta española marcando distancias con respecto a la espagnolade –música de inspiración española compuesta mayormente por (y para) extranjeros– y proponiendo a cambio una representación de la música autóctona española alejada de clichés y exotismos, basada en un profundo conocimiento de las fuentes folclóricas que la nutren, y comprometida también con las corrientes modernistas de ámbito europeo. El triunfo de este ballet puso además en circulación entre la crítica internacional la etiqueta «Nueva escuela española», que sirvió de paraguas a compositores que, como Enrique Granados e Isaac Albéniz antes de Falla, y Joaquín Turina poco después, incidieron en la producción de una música cosmopolita con raíces nacionales.
En efecto, El sombrero de tres picos se inscribe de lleno en la efervescente atmósfera estética de su tiempo al adelantarse por unos meses a la ola neoclásica alentada por el estreno en París del ballet Pulcinella de Stravinski, ofrecido también por los Ballets rusos, y que contó igualmente con la participación de Picasso, Massine y Ansermet. El libreto de la obra de Falla, basado en la novela homónima de Pedro Antonio de Alarcón y alejado de los tradicionales cuentos de hadas característicos del ballet clásico, se alinea en los tópicos de la comedia popular a través de un triángulo amoroso protagonizado por un molinero y su bella esposa. La serenidad de la pareja se ve perturbada por el decrépito corregidor de la localidad, quien, abusando de su autoridad, aparta a la molinera de su esposo intentando someterla a sus lúbricos deseos. Neutralizadas sus ridículas pretensiones de seducir a la molinera, el corregidor acaba expuesto a la burla pública, mientras los campesinos celebran su derrota en un exultante final.
Esta obra capital de la música de danza española es, en realidad, una segunda versión de un espectáculo que había sido estrenado el 7 de abril de 1917 en el Teatro Eslava de Madrid con el título El corregidor y la molinera. Esta «pantomima en dos cuadros», más rupturista aunque quizá también menos redonda que el ballet definitivo, fue interpretada por la compañía teatral de Gregorio Martínez Sierra y una agrupación de cámara dirigida por Joaquín Turina. Para la conversión de esta primera versión, en el deslumbrante ballet que es El sombrero de tres picos, Falla amplió significativamente la orquestación —pasando de una plantilla de 17 músicos a una orquesta sinfónica— e incorporó números tan notables como la fanfarria introductoria –escrita en Londres poco antes del estreno para permitir el lucimiento del telón diseñado por Picasso–, la farruca (Danza del molinero) y la exultante Jota que cierra el ballet de forma apoteósica.
Aparte de la orquestación, El sombrero de tres picos se distingue de El corregidor por el menor peso de las pantomimas; es decir, de episodios musicales, muchas veces fragmentarios, que cumplen una función descriptiva similar al mickeymousing del cine, ilustrando musicalmente gestos y acciones escénicas. Estos elementos son reconocibles en los efectos asignados al flautín en La tarde –primero, imitando el canto de un mirlo, y algo después, reproduciendo el chirrido de la polea oxidada de un pozo–, o las intervenciones solistas del fagot, que siguen de cerca los movimientos del corregidor a lo largo de toda la obra. La pérdida de referentes visuales en la sala de concierto ha incidido en la mayor popularidad de la segunda suite orquestal, que prescinde en mayor medida de las pantomimas en beneficio de los números de danza.
Una de las claves del éxito del ballet radica en la forma en la que resignifica su componente «nacionalista» (entendido como folclorista), desvinculándolo de la gestualidad romántica y recontextualizándolo dentro de una estética neoclásica. Bajo este prisma, los materiales musicales folclóricos dejan de ser una finalidad en sí mismos, y son puestos al servicio –junto con otros elementos– de la recreación de un estilo distintivo. Este enfoque explica la variedad de formas en los que se presentan estos materiales: aparte de la alusión explícita de los movimientos de ambas suites a géneros folclóricos específicos (seguidillas, fandango, farruca, jota), y de la inserción de cantos populares («Casadita, casadita», «Por la noche canta el cuco»), los pentagramas de esta obra recrean el universo folclórico mediante la recreación orquestal de rasgueos y toques guitarrísticos (como las murcianas, al inicio de La tarde, la granaína o la soleá), o la derivación de las melodías a partir de modelos populares, como la alboreá del Sacromonte (Danza de los vecinos), la jota navarra (tema de la molinera) o el olé andaluz (Danza de los vecinos), este último conocido también por su presencia en el intermedio de la zarzuela El baile de Luis Alonso. El mecanismo más original de integración de estos materiales consiste en la cita humorística de canciones infantiles en determinados momentos de la acción, como el «San Serenín» en la pomposa marcha que representa al corregidor en La tarde, «Con el capotín, tin, tin, tin» en un solo de trompeta al final de la primera suite, o «Que no me coges», en trompas y trompetas con sordina en el tramo final de la Jota.
Una canción infantil también muy popular, «Antón Pirulero», resuena entre los pentagramas del primer movimiento del Concierto de Aranjuez. La continuidad estilística entre el ballet de Falla y el concierto de Rodrigo no termina en este detalle particular, sino que se extiende en los estilizados ritmos hispanos de los movimientos extremos, la evocación del arte jondo en el inefable Adagio, y el revestimiento neoclásico de las armonías y texturas; casi, como si el tiempo se hubiera detenido entre las dos décadas transcurridas entre los respectivos estrenos de ambas obras.
Las circunstancias infinitamente más aciagas que rodearon el estreno de la obra de Rodrigo, acaecido el 9 de noviembre de 1940 en el Palau de la Música Catalana de Barcelona, en una España devastada por la Guerra Civil y con Europa hundiéndose en el abismo de la Segunda Guerra Mundial, explican la luminosa melancolía de esta obra, evocadora tal vez de un tiempo mejor, irremediablemente perdido. Otro factor que distingue la música de Rodrigo de la de Falla es que, a diferencia de este último, el saguntino no fue un estudioso del folclore, aunque sí lo fue de la música instrumental española de la época imperial. Así, su aproximación al colorido español se encuadra más bien en un «folclore imaginario o evocativo», un enfoque que no contradice la declarada afinidad de su autor por el arte flamenco.
El enfoque neocastizo del Concierto de Aranjuez se revela desde los primeros compases del Allegro inicial, el cual adopta una estructura reminiscente de la sonata clásica, mientras la guitarra despliega los materiales melódicos principales, vagamente evocadores del estilo y la ligereza de la seguidilla y el bolero del siglo XVIII. El rasgueado rítmico, con un patrón derivado de la petenera, que abre el concierto, establece pronto un diálogo entre la orquesta y el solista, pero también entre el desenfado de la danza y la gravedad de los giros armónicos propios de la cadencia andaluza que acechan de forma intermitente. En el Adagio, universalmente conocido por la melodía presentada en primer lugar por el corno inglés, y glosada después por la guitarra, se articula una forma ternaria que alcanza su mayor hondura en las dos cadenzas solistas que ocupan la sección central. El movimiento final, reminiscente de un allegro de concierto barroco, hace circular un tema principal a modo de ritornello en alternancia con diversos episodios virtuosísticos, concluyendo de forma desenfadada y casual con una pirueta descendente en la guitarra.
Una de las paradojas del Concierto de Aranjuez consiste en haberse erigido como el concierto para guitarra por antonomasia a pesar de que su autor no tuvo dominio alguno ni experiencia previa reseñable en este instrumento. Irónicamente, Rodrigo, ciego desde los cinco años y formado en el Colegio de Sordomudos y Ciegos de Valencia, eludió el aprendizaje de la guitarra, que esta institución ofrecía a los niños ciegos como un medio de sustento en caso de verse obligados a mendigar en la edad adulta. Dotado de un talento y una vocación musical excepcional, el joven Rodrigo optó por el estudio del violín, el piano y la composición, del mismo modo que, ya de mayor, decidió marchar a París con la ilusión de estudiar composición con Maurice Ravel.
La mención de este autor francés no solo nos dirige a la obra que cerrará este programa, sino que nos plantea una nueva paradoja. Ésta consiste en que la «Nueva Escuela Española», a la que nos hemos referido al principio de estas líneas, hubiera alcanzado la anhelada proyección internacional gracias, en gran medida, a la asimilación del lenguaje musical francés. Tal como ha demostrado Samuel Llano, esta internacionalización fue el resultado de un proceso de intercambio y diálogo entre músicos franceses y españoles, en el que el estereotipo de lo «español» fue reelaborado y transformado a ambos lados de la frontera. Compositores españoles, como el propio Falla, recibieron el apoyo o la influencia de colegas como Debussy y Ravel, mientras, en correspondencia, legitimaban con su aprobación la «autenticidad» de obras de inspiración española como la Ibéria de Debussy o la Rapsodia española de Ravel.
Amigo personal de Falla y, como hemos visto, referente de Rodrigo desde su juventud, Maurice Ravel y su ballet Daphnis et Chloé constituyen un antecedente clave de El sombrero de tres picos, en cuanto anticipan su deslumbrante orquestación y su apoteósico final. Estrenado en el Théâtre du Châtelet de París el 8 de junio de 1912 por los Ballets rusos de Diáguilev, la elección de una temática de inspiración griega clásica –una fábula iniciática de carácter sexual– por parte de Ravel habría resultado tan innovadora como el asunto popular de El sombrero de tres picos, de no haber sido eclipsada por el escandaloso estreno, apenas una semana antes, de la versión coreografiada del Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, presentada también por la misma compañía.
El desbordante impresionismo de Daphnis et Chloé contrasta, sin embargo, con el más ceñido de El sombrero de tres picos, cuya partitura se distingue –aparte de por el color hispano– por una gestualidad y una contención típicamente neoclásicas. En la obra de Ravel, los contornos melódicos, más elusivos, se disuelven en una atmósfera que parece suspendida en el tiempo y en el espacio, sustentada por pausados procesos armónicos que se recrean en la irisación de las delicadas texturas y los timbres orquestales. Basada en la novela pastoral griega del siglo II atribuida a Longos, el ballet escenifica la historia del pastor Daphis y la pastora Chloé, quienes deben superar celos, afrentas y secuestros antes de que la intervención del dios Pan les permita consumar su amor. El ballet, dividido en tres partes, narra su encuentro, la captura de Chloé por piratas y su rescate por mediación divina, concluyendo con una danza general en celebración de su amor.
Ravel trasladó esta obra a la sala de conciertos a través de dos suites orquestales que capturan los momentos más destacados de la obra original. La Suite núm. 1 (1911) comienza con el oscuro y atmosférico Nocturne que cierra la primera parte del ballet, cuando Daphis entra en la cueva, apesadumbrado por el reciente secuestro de Chloé por los piratas, y suplica al dios Pan por su rescate. El Interlude recrea las voces de consuelo que se elevan desde la distancia. Según se aproximan las voces, el sonido de las trompetas nos anuncia que el onírico viaje del espectador está llegando a su fin. Llegados al campamento pirata, la Danza guerrera cierra la suite con una violenta celebración de júbilo por el secuestro de la asustada Chloé.
La Suite núm. 2 (1913) comienza con el Amanecer, tejido con los murmullos de los arroyos y el canto de los pájaros y el reencuentro de Daphis y Chloé. El embriagador solo de flauta que preside la Pantomim acompaña el momento en el que ambos pastores recrean la persecución de Pan y Syrinx, transformada en junco e inmortalizada por el dios en forma de flauta. Tras jurar su amor, los protagonistas, en el altar de las ninfas, la Danza general describe el momento en el que un grupo de pastoras vestidas como bacantes invitan a todos a celebrar el reencuentro amoroso participando en una orgiástica bacanal.