La música británica durmió el sueño de los justos desde el trágico fallecimiento de Henry Purcell en 1695, a los treinta y seis años de edad. A partir de ese momento, fue imposible encontrar una figura capaz de suplir esa ausencia, y los británicos adoptaron al sajón Händel, que acabó convirtiéndose en una suerte de músico nacional, tanto por sus obras para la corte como por el establecimiento del oratorio inglés. Las dos visitas de Haydn, a finales del siglo XVIII, donde estrenó algunas de sus sinfonías más importantes, también aportaron aire fresco a un panorama en el que, pese a contar con algunos autores interesantes como Thomas Augustin Arne o William Boyce no se logró la importancia de antaño. De no haber fallecido a los veintidós años ahogado, acaso Thomas Linley jr., el “Mozart” inglés hubiese podido cambiar el panorama. El caso es que hubo que esperar hasta la llegada de Edward Elgar para que la música inglesa renaciera, desarrollando un lenguaje propio e inconfundible, basado tanto en los maestros del pasado más glorioso, de Tallis y Dowland a Purcell, como en el folklore y en los movimientos que surgieron en el tránsito del XIX al XX, como el impresionismo.
Uno de los motivos de orgullo de la música de este país era su rica tradición coral, representada a través de formaciones como el coro St. Johns College de Cambridge, el de la Abadía de Westminster o el de la Christ Church de Oxford. Y en pro de la misma escribirían algunas de sus mejores páginas lo autores de la generación siguiente a Elgar, como Holst o Vaughan Williams, revitalizándola.
El autor que nos ocupa, Hubert Parry, nació una década antes que Elgar y ha logrado inscribir su nombre en la historia de la música de su país no sólo como autor de música coral, sino profesor de composición del Royal College of Music y autor de numerosas entradas del prestigioso Diccionario de música y músicos Grove, todavía hoy en vigor. También es muy valorado su estudio sobre Johann Sebastian Bach de 1909. Los antes citados compositores lo tuvieron en gran estima y llegaron a considerarlo el más mayor músico inglés después de Purcell, si bien ese es un juicio que no compartiría la posteridad.
A pesar de haber escrito cinco sinfonías y otras obras de carácter sinfónico, hoy en día no se interpretan y se recuerda más a Parry por I was glad, himno escrito para la coronación de Eduardo VII y, después, en una versión revisada, de Jorge V. También su pieza coral Jerusalem, sobre versos de William Blake, alcanzó una popularidad tal que se llegó a proponer que se convirtiera en el himno del Reino Unido. No hace tantos años, sonó en la boda del actual Príncipe de Gales, Guillermo, junto a la obra que abrirá este programa, Blest pair of sirens. Esta puede considerarse la última parte de este tríptico no oficial, que consolidó a Parry como el compositor más popular de la era victoriana, justo antes de que Elgar alcanzara el éxito con sus Variaciones Enigma de 1899.
Blest pair of sirens surge después de un revés, cuando Parry trató de llevar a la escena su única ópera, Ginebra, sin que lograra despertar el entusiasmo de los empresarios. Así que tuvo que volver a refugiarse en las piezas corales que tantas satisfacciones le estaban dando. Su amigo, el compositor Charles Villiers Stanford, le solicitó entonces utilizar su cantata The glories of our blood and state, a fin de que el Coro Bach la interpretase en el Jubileo de Oro de la Reina Victoria. Parry reparó entonces en que un verso en el que se aludía a la caída del cetro y la corona convertía a esta partitura en poco apropiada para la ocasión. Su amigo George Grove, el fundador del diccionario, le recordó que llevaba años acariciando la musicalización de la oda At a solemn musick de John Milton. ¿No sería el momento apropiado de retomarla? Parry se enteró entonces de que el concierto se abriría con el imponente Te Deum de Berlioz y decidió que elaboraría una obra, a modo de contrapunto, más breve, de apenas diez minutos de duración, pero que irradiase la pompa que el acto merecía. En la oda, Milton evoca a una pareja de sirenas celestiales, “hermanas armoniosas nacidas de la esfera, la voz y el verso”. Esta curiosa recreación de criaturas mitológicas en un contexto cristiano no va más allá, a pesar de que dé título al conjunto, pues luego todo deriva en un imaginario de las huestes angelicales, entre serafines con trompetas y querubines con arpas, y espíritus justos con palmas victoriosas que cantan eternamente “himnos devotos y santos”. Todo concluye con el deseo de renovar ese canto, y mostrarse en sintonía con el cielo, hasta que “Dios nos una a su concierto celestial para vivir con él y cantar en una mañana interminable de luz”. La prensa destacó la división en ocho voces de la obra y su abundancia de recursos contrapuntísticos, y la forma en la que la música respetaba los acentos y la métrica del original literario, logrando irradiar esa atmósfera luminosa descrita por el poeta.
La partitura comienza con una extensa introducción orquestal de carácter sereno, tras la cual entran las voces a ocho, dando paso después a una sección imitativa, sostenida en buena medida por los bajos. Fanfarrias corales introducen a las trompetas antes citadas, y entonces el coro se divide en cuatro voces en la sección “That we on earth”. Se introduce entonces un escueto interludio para órgano solo, y las sopranos introducen un nuevo motivo en “May we soon again”. De la serenidad se pasa a un ritmo más vigoroso y la música alcanza su cenit celestial nuevamente a ocho voces, para cerrar con un final homofónico. Blest pair of sirens procuró de inmediato a Parry la popularidad que no pudo obtener con su ópera, y al año siguiente era interpretada en el Festival de los Tres Coros, convirtiéndose en un clásico inmediato del repertorio coral inglés.
El repertorio sinfónico de Mendelssohn depara bastantes sorpresas cuando uno se adentra en él. En primer lugar, la forma fue cultivada por él desde los doce a los catorce años, con trece sinfonías para cuerda que siguen el esquema del clasicismo vienés, de Mozart y Haydn, en una época en la que Beethoven ya había estrenado sus ocho primeras sinfonías. Después, como autor maduro, escribiría otras cinco composiciones muy dispares entre sí. La primera oficial, data de sus quince años, esto es, muy poco después de la finalización del ciclo de cuerda, y rara vez se interpreta en la actualidad, a pesar de que obtuvo un gran éxito. Tendrían que pasar seis años para que retornase al género con su Sinfonía “De la reforma”, escrita por el tercer centenario de la Dieta de Worms. Mendelssohn la consideraría de inmediato un experimento fallido, que concluía con un final fugado sobre corales luteranos y homenajes a Bach más que evidentes. No sólo renegaría de ella, sino que haría lo mismo con la siguiente sinfonía, la“Italiana”, y todavía consideraría un fracaso la última de su catálogo en orden cronológico, la “Escocesa”. Como puede comprobarse, la numeración actual de estas obras no corresponde a su orden cronológico, sino que fueron escritas así: 1ª, 5ª, 4ª, 2ª y 3ª. El motivo de este desbarajuste es que el autor no quiso publicar en vida las tres que tanto detestaba y que, de forma paradójica, son hoy las más queridas por el público y consideradas obras maestras, sobre todo la Tercera y la Cuarta. Esta es una prueba de que el autor no es siempre el mejor juez de su propia obra. Baste decir que la obertura Las hébridas tampoco era del gusto de Mendelssohn. Pero la sinfonía que nos ocupa corrió mejor suerte, y es conocida como la Segunda, porque fue publicada al año siguiente de su estreno, en 1840, y dedicada al rey Federico Augusto II de Sajonia.
Ese año, Leipzig celebraba los cuatrocientos años de la invención de la imprenta de tipos móviles por parte de Johannes Gutenberg. Aunque este nació y vivió en Maguncia, Leizpig, como importante centro editorial, se sintió obligada a rendirle tributo y se dispuso la inauguración de una estatua suya, el 24 de junio, y el estreno, la víspera, de una ópera sobre Hans Sachs (quien inspiraría tiempo después Los maestros cantores de Nüremberg a Wagner), compuesta por Albert Lortzing. Mendelssohn recibió dos encargos. La primera era la pieza coral Festgesang zum Gutenbergfest, estrenada en la plaza del mercado ese mismo día 24. Con el tiempo, parte de su música sería reciclada en el villancico Hark the Herald Angels sing.
La otra obra era toda una sinfonía, que debía ver la luz en la iglesia de Santo Tomás, donde Bach trabajó como cantor y en la que Mendelssohn rescató su olvidada Pasión según Mateo. La elección del escenario no es casual y el influjo de las obras sacras de Bach es evidente en la sinfonía, si bien se ha señalado que es la tercera que emplea la voz humana después de la Novena de Beethoven, estrenada dieciséis años antes (poco antes, en 1839, Berlioz había estrenado su sinfonía Romeo y Julieta). En su caso, Mendelssohn emplearía un coro mixto, dos sopranos y un tenor solistas. Otra concomitancia es que se divide en cuatro movimientos, de los que los tres primeros, como en Beethoven, son instrumentales, en tanto que el conclusivo es cantado. Concretamente, este último se divide en nueve secciones, sobre textos extraídos de la Biblia, en traducción alemana de Martín Lutero. Concretamente, diez salmos y extractos de Isaías y las epístolas a los Romanos y a los Efesios.
La denominación de sinfonía ha sido puesta en tela de juicio, pues puede asemejarse más a una sinfonía-cantata. El maestoso con moto comienza con una fanfarria de celebración, encabezada por tres trombones, con respuestas de la orquesta, a la que se le sigue un tema muy cantabile, que podría haber encajado en cualquier ópera belcantista de la época. Esa mezcla de marcialidad y lirismo son los ingredientes con los que va jugando el músico en esta introducción. Como curiosidad, el tema primero ya había sido utilizado por él en su musicalización del Salmo 42, pero encontramos uno muy similar en obras de Bach, Mozart y Beethoven, con lo que, sin duda, se trata de un motivo tradicional.
El Allegretto un poco agitato, en compás de 6/8 da la sensación de ser un vals tranquilo, con resonancias de algunas de las canciones de gondolero de propio autor. A pesar de la aparente ligereza del tempo, destaca por una bellísima sensación de melancolía y espectaculares diálogos entre las secciones de viento y la cuerda. Por su parte, el Adagio religioso propone una serie de variaciones sobre el tema enunciado al principio, en 2/4, en forma de coral. El viento-madera tiene una participación destacada en las variaciones, y todo concluye con una conmovedora serenidad, antes de dar paso a la cantata. Esta comienza con la fanfarria del primer movimiento y el coro hace su aparición de inmediato, con un versículo del Salmo 150, “Que cuanto posee aliento, alabe al Señor” para luego ir ensalzándose con otros, de los salmos 33, 145 y 103, enhebrados en un nuevo y coherente discurso.
Un recitativo del tenor el Salmo 107, que remite a las pasiones bachianas, y conduce a un aria del mismo, sobre el Salmo 56, de líneas vocales sencillas, a la que le sigue la aportación redentora del coro, dando fe de cómo Dios consuela a los afligidos con su palabra (palabra que Gutenberg contribuyó sobremanera a difundir entre el pueblo con su invento). El Salmo 40 da lugar a un dúo entre las sopranos, refrendado por el coro y una trompa de gran nobleza que las ha presentado de forma previa. Es este, sin duda, uno de los momentos cumbre de la sinfonía, por su carácter pastoral.
La nueva intervención del tenor comporta un elemento de tensión, subrayado por el viento madera, al evocar los dolores de la muerte y el miedo al infierno.
La soprano aleja en su intervención estos temores, para anunciar que la noche –que el tenor citaba en su pasaje de Isaías– ha pasado, lo que es celebrado de forma majestuosa por el coro en una fuga, donde de nuevo se deja sentir el profundo estudio de las cantatas bachianas llevado a cabo por Mendelssohn.
El coro interviene de nuevo, esta vez a capella, en una muestra de bellísima sobriedad, sobre un himno del teólogo luterano del siglo XVII Martin Rinckart, que es el “canto de alabanza” a Dios al que alude el título de la sinfonía. Luego la orquesta glosa, sin romper ese espíritu, el himno, repetido por el coro. El tenor prosigue después la alabanza, a partir del Salmo 96, para dar paso a la soprano, primero en solitario, y luego ambos a dúo.
El número final es enunciado por las voces masculinas del coro, pidiendo a los cielos, a los pueblos y a los reyes que den al señor gloria y fuerza. Luego se les suman las sopranos. La música vuelve entonces a adquirir un aire de fanfarria, sostenida sobre los metales, para, sobre versículos del libro primero de las Crónicas, concluir de manera triunfal, con una fuga que parece sacada de los oratorios de Haydn, alabando la gloria de Dios.
El éxito de la sinfonía fue extraordinario, lo que no la salvaría de acabar siendo desplazada del repertorio tras la muerte de Mendelssohn, precisamente por la “Escocesa” y la “Italiana”, que él tanto aborrecía. Hoy en día, si bien no se interpreta demasiado, siempre constituye una agradable sorpresa para el público que se acerca a ella.