IV – Viaje espiritual

Notas al programa

16 diciembre 2024

Huida y redención

Mario Muñoz Carrasco
Musicólogo y crítico musical

Las muchas damas y caballeros que desean lo mejor para esta noble causa de gran caridad […] ruegan que las damas que honrarán esta representación con su presencia acudan sin miriñaques y los caballeros sin espadas, ya que esto aumentará de forma considerable la caridad, al dejar espacio a un mayor número de personas.

Este anuncio, publicado en el periódico local The Dublin Journal, da una idea de las grandes expectativas despertadas ante el estreno de El Mesías de George Frideric Handel (1685-1759) el 12 de abril de 1742, en el Great Music Hall de Fishamble Street. Era el debut inesperado de una partitura compuesta durante el verano anterior y pensada para estrenarse en Londres, pero que Handel decide subir a los escenarios de Dublín a cuenta de la excelente acogida que estaban teniendo sus ciclos de conciertos con oratorios anteriores durante los últimos meses. Dublín era la más grande de las ciudades pequeñas europeas, una población con una realidad musical bien tramada y con un nivel artístico más que digno, algo que fascinó al compositor sajón desde su llegada a la ciudad. En realidad, había viajado allí en la peor época para hacerlo, no solo por lo desapacible del tiempo sino por el replegamiento de la vida social que se daba en invierno, pero su llegada y el proceso de búsqueda de cantantes para sus oratorios se convirtieron en todo un acontecimiento. 

Su idea original —pasar allí seis u ocho semanas— se vio rápidamente transformada en casi un año de estancia a cuenta de ese instinto providencial de Handel que le permitía entender cuáles eran las realidades musicales de cada ciudad y qué papel podía jugar en ellas. No solo se trataba de la acogida que estaban teniendo sus obras: también inclinaba el fiel de la balanza la sencillez con la que los solistas aceptaban sus indicaciones, el nivel de los coros escogidos de las catedrales de San Patricio y la Santísima Trinidad, y el buen ambiente reinante con los músicos que había reclutado para la orquesta. Después de tantos años de lucha encarnizada en Londres, donde los fracasos operísticos de su competencia se seguían sucediendo, para Handel Dublín era lo más parecido a un paraíso en la Tierra.

 

Auge y caída del imperio (operístico) napolitano

Cuando unos meses antes, en enero de 1741, Handel salió del Lincoln’s Inn Fields Theatre londinense ya era consciente de que aquella sería probablemente su última palabra operística, al menos en sentido estricto. Acababa de dirigir su ópera más reciente Deidamia, que se bajó del escenario un día después de subirse, en su segunda representación. El público inglés ya estaba mirando hacia otro lado. Llevaba treinta años en Londres componiendo dramas en italiano, siguiendo la fórmula desarrollada por Alessandro Scarlatti en la llamada “ópera seria” y que él había llevado a su máximo grado de expresión. Tres compañías distintas, otros cuantos teatros, viajes por toda Europa para reclutar cantantes, luchas de poder con los castrati, adaptaciones continuas a los gustos del público… Todos esos elementos que formaban parte de su realidad no cambiaban el hecho de que la ópera italiana había dejado de interesar a la intelectualidad inglesa, y Handel, consciente de ello, llevaba algunos años explorando otras posibilidades para diversificar su actividad. 

La más prometedora de las alternativas era el mundo del oratorio, que ya había comenzado a desarrollar en su juventud en Italia, cuando la ópera estaba prohibida en Roma, y también en Londres en fechas más recientes con títulos como Saúl o Israel en Egipto (1739). Había argumentos empresariales en este cambio de rumbo mucho antes que teológicos: además de la fatiga operística del público inglés, hastiado de tramas inverosímiles y sucesiones de arias, estaba el componente económico. Un oratorio no precisa de escenografía, ni de vestuario, actuación o despliegue de efectos especiales. Se alejaba de las rivalidades de los castrati y permitía a sus intérpretes concentrarse en el canto, que además, era algo menos virtuosístico. La cercanía con el público estaba garantizada y el empuje publicitario de la polémica también, porque los temas tratados en los oratorios, aun siendo religiosos, formaban parte de la discusión de los círculos intelectuales británicos que se movían entre distintas sensibilidades alrededor de la figura de Cristo, la Iglesia y el papel de las Sagradas Escrituras. 

En cualquier caso, fue el editor, coleccionista de arte y filántropo Charles Jennens (1700-1773) quien le propuso a Handel la composición de El Mesías, un oratorio que juntase en un solo texto las tres grandes liturgias conceptuales del mundo cristiano: la Navidad, la Pasión y la Resurrección, a las que quería sumar una visión final más introspectiva. Para el compositor sajón era una propuesta difícil de rechazar porque completaba su versátil catálogo religioso donde ya había piezas dedicadas a esa temática, pero en idiomas distintos, como en italiano (La resurrezione, 1708) o en alemán (Brockes Passion, 1716). Pero el principal atractivo tal vez estaba en la condición apátrida de un texto de esas características: estructurada así la trama —vida, muerte, redención— la historia funcionaba como un recorrido por el pensamiento místico de los últimos siglos, arrancando desde la concepción circular del tiempo en la Grecia Clásica —donde suceden las cosas más grandes que el hombre— para pasar por confesiones religiosas muy dispares y rimar con los preceptos morales de su siglo. Dicho de otra forma, El Mesías hablaba el idioma espiritual de prácticamente cualquier oyente europeo de mediados del siglo XVIII. Era la huida perfecta de la trampa de la ópera.  

 

Cantemos sobre asuntos más elevados

Cantaba, pulsaba unas notas en el clavicordio y luego se ponía a escribir de nuevo hasta que sus calenturientas manos y sus extenuados dedos no podían más. Jamás había sentido tan poderosamente el impulso creador; jamás había vivido ni sufrido así, entregado a su música. Por fin, al cabo de tres semanas escasas, hecho verdaderamente inconcebible, el 14 de septiembre terminó su obra. La palabra se había hecho sonido.

Así novelaba Stefan Zweig el proceso de composición de El Mesías en su libro Momentos estelares de la Humanidad, publicado en 1927, y que forma parte de una visión romántica tanto de la obra como del compositor. En realidad, la partitura brota como respuesta a la magnífica factura literaria del libreto de Jennens, conformado por una acertada selección de textos de fuerte vuelo poético extraídos en su mayor parte de la King James Bible y la Coverdale Bible, a la que se suman los salmos del Book of Common Prayer. Parte del atractivo de la palabra de este Mesías estaba en el uso de un estilo abstracto que acentuaba esa perspectiva universal, que incluía repetidos homenajes al mundo poético clásico diseminados por las distintas arias. De hecho, la portada del libreto es en sí misma un canto hacia esos ideales de belleza arcádicos, con la inclusión del lema Maiora Canamus, “Cantemos sobre asuntos más elevados”, un verso de connotaciones particularmente espirituales de la Égloga IV de Virgilio y que había sido utilizado repetidamente durante las controversias religiosas de la primera mitad del siglo XVIII. 

El libreto le llegó a Handel durante el verano de 1741, y se comenzó el trabajo de composición el 22 de agosto de ese mismo año. Siete días dedicó a la primera parte, diez para la segunda y seis para la tercera, esbozando únicamente las líneas fundamentales y omitiendo todos aquellos detalles que la práctica musical podía solucionar. Dos días más se ocuparon en las correcciones y los detalles de instrumentación. La rúbrica final, ese famoso “SDG” (Soli Deo Glori, o “Solo la Gloria a Dios”) la escribió el 14 de septiembre, 22 días después de dibujar la primera clave de sol en el pentagrama. Ese margen de tiempo, más allá de la idealización de Zweig —“verdaderamente inconcebible”, lo describe—, no tenía nada de extraordinario en realidad, y se ajustaba a los márgenes habituales en los que se movió Handel durante toda su carrera y buena parte del mercado musical del Barroco tardío. La mayoría de sus óperas y oratorios se habían compuesto en lapsos temporales similares, ocupando entre veinte y treinta días y aprovechándose de los periodos vacacionales de los que disponía entre temporada y temporada. No era tanto una cuestión de inspiración como de organización: el verano se ocupaba haciendo acopio de nuevos materiales. 

 

“Predicado a los gentiles”

En el aspecto musical la mayor parte de las características presentes en la ópera italiana también lo están en el oratorio con transformaciones menores. Cambia el idioma, del italiano al inglés, un salto que Handel tardó en afrontar no tanto por inseguridad en el uso de la lengua como por respeto hacia un público que había crecido leyendo a Christopher Marlowe o William Shakespeare. Los actos se convertían en partes, las arias se vaciaban de coloraturas pirotécnicas y los recitativos alargaban sus longitudes para dar cabida a un componente textual más elevado. Pero la diferencia primordial entre la ópera italiana y cualquier oratorio inglés estaba en la utilización del coro como elemento dinamizador. La formación privilegiada e internacional de Handel, que había nacido en la tierra del contrapunto y madurado en la de la melodía, le permitía elaborar corales que fusionaban las técnicas compositivas más novedosas con el sentido narrativo de la escuela italiana. Sus coros cantaban y contaban. 

En las experiencias anteriores en el campo del oratorio, como Deborah, Athalia o Israel en Egipto, Handel antepone una visión estática del coro que, en el caso de la modernidad del libreto de Jennens para El Mesías, hubiera acabado por lastrar el resultado. Pero en una demostración más de su capacidad de adaptación, para su nuevo oratorio decide refundar la función del coro y multiplicar sus responsabilidades para poder ofrecer fragmentos polifónicos al uso (anthems), intervenciones narrativas y caracterizaciones de la multitud, en la línea de las turbas de la Pasión según San Mateo de Bach. Parte de la genialidad de la partitura es que este uso múltiple no confunde al espectador, sino que cohesiona la obra y la hace volver la mirada de nuevo hacia el mundo griego, donde el coro participaba en la acción, se emocionaba con los sucedidos y se convertía en portavoz del público sobre el escenario. Los coros fueron y volvieron a ser en Handel una elegante forma de romper la cuarta pared.  

A partir de ahí se desarrollan las demás especias musicales siempre con la mirada puesta en el dramatismo. Por ejemplo, más allá de la sinfonía inicial solo hay otra intervención orquestal sin presencia de la voz, que Handel sitúa estratégicamente para subrayar el nacimiento de Cristo. Los colores instrumentales también se restringen para dar mayor solemnidad a sus intervenciones, como en el caso de las trompetas reservadas para momentos puntuales como “The trumpet shall sound” o el “Hallelujah”. También se hace uso de la retórica clásica, situando las arias y las emociones que transmiten de tal manera que el discurso musical vaya ascendiendo desde “Confort ye” inicial, cargado de belleza y contención, hasta, de nuevo, el victorioso “Hallelujah”. La gama de los afectos que propone Handel varía en función del contenido de cada parte, con una primera centrada en el nacimiento de Cristo, una segunda que narra su pasión, muerte y resurrección, y una tercera más corta en forma de reflexión alrededor del valor de la vida inmortal. Las arias de cada una de las partes elegirán las atmósferas sonoras que mejor definan cada afecto, algo que ya ocurría en las óperas pero que en El Mesías adquiere otra trascendencia al evitar buena parte de los afectos extremos habituales (celos, ira, enamoramiento). No significa que no haya grandes emociones pero se las acoge desde una perspectiva más contemplativa, dibujadas musicalmente con una pátina de melancolía que recuerda a los años finales de Henry Purcell.   

El espacio reflexivo de la última parte de El Mesías es el lugar donde Handel se encuentra más cómodo a nivel compositivo, tal vez por ser un espacio luchado, pero raramente conseguido en sus tres décadas de carrera operística inglesa. Buena parte de los problemas que acumuló durante sus años como responsable de compañías de ópera se centraban en la necesidad de Handel de anteponer el drama y sus consecuencias a las convenciones del género y al poder de sus cantantes. Aquí la necesidad de detenerse y mirar atrás se articula brillantemente a través de la elección de las voces, con una escena para bajo y el progresivo ascenso musical y espiritual hasta la voz de soprano. La música recorre, en última instancia, el camino del alma.     

El estreno en Dublín fue un éxito clamoroso, no así en Londres, donde se puso en duda la pertinencia de interpretar una obra de estas características en un teatro como el Coven Garden, que tantas noches de pasiones y luchas había proporcionado al público inglés. Pero en realidad el marco del teatro era perfecto, porque El Mesías no pretende únicamente contar una historia de forma lineal, donde los hechos se sucedan en una especie de ópera sacralizada libre de amoríos. Va mucho más allá de cualquier confesión religiosa. Gracias a su capacidad para crear escaparates musicales y para sintetizar tradiciones, propone un recorrido por las creencias que han consolado a las sociedades en los últimos siglos, con un protagonista último del relato que es la propia alma de quien lo escucha, y una acción que más que describir empatiza con una manera distinta de entender la realidad, una nueva forma de mirar alrededor. Un viaje de lo mundano a lo universal.