La imagen de Antonín Dvořák, tan solo ocho años más joven que Brahms, pero considerado en muchos casos como una suerte de epígono del hamburgués, está rodeada de clichés que siguen aún muy enraizados en la percepción que suele llegarnos del compositor. Su sino hubiera sido muy distinto, sin duda ninguna, si hubiera sido un músico alemán o austríaco, ya que entonces sería tenido por un igual de los grandes compositores románticos del ámbito germánico, con su amigo y valedor Johannes Brahms a la cabeza. Pero parece ser que su nacionalidad checa, no sólo dejó una profunda huella en su música, sino también en la apreciación del compositor, tanto en vida como post mortem. De manera quizá premeditada, Alondra de la Parra ha elegido una sinfonía de Dvořák compuesta en la tonalidad relativa de la Tercera de Brahms, re menor, lo que otorga aún más cohesión al díptico.
Sabemos que la obra del alemán impresionó mucho al compositor bohemio, que concibió su propia Séptima Sinfonía casi como una respuesta o secuela: Dvořák siempre deseó sentirse parte de la gran tradición clásica, un hijo directo de Beethoven y Brahms, no un primo lejano que vivía en el campo. La Royal Philharmonic Society de Londres le encargó la obra y fue él mismo quien dirigió allí el estreno el 22 abril de 1885; el wagneriano Hans Richter había dado a conocer poco antes en Viena la Tercera Sinfonía de Brahms, el 2 de diciembre de 1883, una cercanía que refuerza la idoneidad de presentar a estas dos hermanas formando pareja en un mismo concierto.
Luis Gago
Musicólogo, periodista especializado y profesor