Cuando en 1741 George Frideric Handel compuso El Mesías no pretendió únicamente contar una historia de forma lineal, donde los hechos se sucedieran en una especie de ópera sacralizada libre de amoríos. Gracias a su capacidad para crear escaparates musicales y para sintetizar tradiciones, Handel propuso un recorrido por las creencias de los últimos siglos, tomando la concepción circular del tiempo del mundo griego —donde suceden las cosas más grandes que el hombre— para añadirle los preceptos morales de su siglo. Por eso divide la obra en tres partes: una primera dedicada a la Navidad (nacimiento), una segunda sobre la Crucifixión (muerte) y una reflexión final sobre la redención. Como el protagonista último del relato es el alma, la acción está llevada al mínimo buscando una visión contemplativa antes que descriptiva, un viaje de lo mundano a lo universal.
Pero además de la buscada trascendencia, Handel suma la perspectiva empresarial: el oratorio forma parte de un ritual regular, presente cada año, lo que garantiza su incorporación a un futuro canon. Además, no precisa de escenografía, ni de vestuario, actuación o despliegue de efectos especiales. Se aleja de las rivalidades de los castrati y permite a sus intérpretes concentrarse en el canto. Es, en definitiva, un descanso de esa ópera de tramas inverosímiles que acababa de abandonar. Y si de conectar con el público y contar historias se trataba, ¿qué historia alejada de reinas, semidioses y tiranos, es la más conocida por cualquier espectador occidental del siglo XVIII?
Mario Muñoz Carrasco
Musicólogo y crítico musical